Comíamos chocolates sentados en las escaleras del pequeño
departamento. Por la ventana ingresaba el sonido de la cascada en el estanque
de afuera y las canciones de rock que el vecino reproducía en su televisor. Mencionaste
que estaría bien al menos tener una sonaja de lata en mis treinta metros
cúbicos para entretenernos con algo más. Una de las inolvidables bromas que me
hacías. Como por descuido un rayo de luz tocó tu cabello al reír, y en ese
instante supe que había encontrado el remitente de mi corazón.
Te conocí por recomendación; qué manera tan extraña, porque
Julio me dijo que había llegado una nueva inquilina a su casa de asistencia.
Era octubre de un año donde las nubes de tormenta no
llegaron encima de nuestros hogares, separados por una hora de camino y una
estación de tren abandonada.
Fui a correr esa tarde noche, creo que fueron veinte minutos,
lo que recuerdo es que visité a Julio. Hablamos de que ya regresamos el
entrenamiento, que el esgrima era lo mío, cuando de pronto su hermana y tú
salieron a esperar el taxi rosa que llamaron. Contrario a mi costumbre comencé
a socializar y sonreír.
-Hola-. Dije mi nombre-, mucho gusto- extendiendo la mano a
los límites desbordados donde mi sorpresa arribó en su bici. El ejercicio de la
memoria consiste en repasar los instantes donde se olvida quién se es para
imaginar una nueva posibilidad de volverse otra persona, o volver a ver otra
persona. Te presentaste y volteabas a donde yo no estaba, indiferente.
-¿A dónde van?
-A la Casa de Vidrio- mencionó doña Juana alias Juanita.
Se me cayeron las llaves al tratar de hacer un chiste que
incluía la ironía del nombre de un sitio donde la transparencia se nubla con el
alcohol y las drogas, y lo primero que recordé...
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