El
auto descapotable; viejo y pesado; recorría la carretera, y en su andar el
asfalto derretido bajo los neumáticos era protagonista del silencio en el
desierto plano a sus costados. Los rugidos constantes de ocho cilindros
profanaban el sigilo. La carcasa oxidada, en las junturas de los guardafangos,
se destacó del trabajo de pintura que solía ser negra, la que se convirtió en
gris difuminado. La arena a través de los años maltrató la superficie, dejando
al descubierto el acero ante el viento seco. Carecía de parrilla delantera, y
la luz posterior izquierda estaba destrozada, rodeada de un par de arrugas en
el metal por el choque contra un árbol dos semanas atrás.
Continuó
resonando el Blues de la radio al interior del automóvil; combinaba con el
exterior, debido al agrietado tapiz. Bien dicen por ahí: lo que poseemos por
dentro se refleja en nuestra piel. La alargada y oscura línea de la carretera se
deslizó bajo los neumáticos; el sol oblicuamente caía por los costados. Con
calor y sequedad en su alma, el hombre sostenía el brazo derecho extendido en
el volante; dejó la mano siniestra reposar sobre su regazo, deteniendo una
pequeña bolsa de papel café. La placa del auto, perteneciente a otro Estado,
iba columpiándose del alambre doblado con maestría, en nudos apretados como el
de la corbata arrugada en el asiento posterior.
Una
reverberación comenzó a sonar desde el capó; sobresalía un leve vapor del
radiador. “Debo llegar a la próxima estación de gasolina”, pensó el hombre. Le
llovía el sol por entre la red de su gorra; la visera le apretaba la frente.
Una gota de sudor caía lentamente por la sien, recorriendo la marca de un antiguo
percance automovilístico; que dejó siete puntadas ya cicatrizadas.
A
pocos kilómetros al frente del auto, un punto borroso al costado de la
carretera se fue acrecentando, destacándose un anuncio que pendía de un poste
de metal: GAS, se alcanzó a leer cuando el coche a marcha forzada, con una nube
de vapor al frente, se acercaba.
-Maldito
calor; sólo a mí se me ocurre huir por este camino- dijo el hombre mientras
secaba el sudor de su sien, dejando ver una humedad en torno a su axila.
El
chasquido de su índice contra el pulgar se acompasó con la melodía de los
altoparlantes al tiempo en que viraba el volante para adentrarse en la estación
de gasolina. El lugar lucía sombrío a pesar de la caída del sol sobre su techo
de zinc. Si la construcción fuese multiplicada por cien, parecería un pueblo
fantasma. El rechinar del anuncio oscilante sobre el coche se diluía entre el
sonido apagado de los neumáticos en la entrada de concreto, delante de la cual,
había gravilla rastrillada con esmero, pero con hondas marcas onduladas en su
superficie. El calor del desierto, y los automóviles furtivos a través de las décadas,
dejaron su huella. Aparcó el viejo Barracuda junto a la bomba de gasolina,
desplazando su cuerpo fuera del vehículo, para luego meter las manos al
pantalón de algodón azulado; deshilachado en las orillas de los bolsillos. La
camisa blanca le sobresalía por los costados, pero estaba fajada en la parte
posterior del pantalón. Los últimos dos botones del frente estaban destrabados,
dejando que la línea de su cuello diferenciara el enrojecimiento del cuello con
la tez clara de su torso; como la división entre dos países sobre un mapa.
Removió la mirada por el lugar y alargaba la mano hasta el centro del volante.
Tres veces resonó el claxon y después reinaba el silencio, que se adjuntó con
el rechinar del anuncio de GAS. Algunas líneas se dibujaron en el cielo,
alargadas y blancuzcas; reminiscencia de frescura que para el momento y para el
lugar, era necesaria. El desolado paisaje, en derredor de la construcción
fabricada con ladrillos y zinc, se extendía hasta el horizonte. A un costado de
la casa se distinguió una vieja camioneta, sucia de polvo y desmantelada hasta
su chasis oxidado.
Una
silueta con sombrero de paja se fue levantando de la parte trasera de la
camioneta; la delgada figura se acercaba en compases lentos hasta el Barracuda.
Los surcos marcados de la piel, bronceada en un cobreado que sólo el sol del
desierto es capaz de hacer sangrar, se fueron distinguiendo bajo la silueta del
sombrero. La suciedad del polvo le aclaraba la playera café con una imagen
borrosa de un político, sonriendo fingidamente frente a los colores verde y
rojo.
-Buenos
días, camarada, ¿le puedo ayudar en algo?
-Llene
el tanque, ¿tiene agua que pueda servirle a mi auto?
-Sí,
pero tiene que sacarla de ese pozo- dijo el viejo bajo la redondez de su
sombrero, desgastado en las orillas, apuntando con el dedo hacia el frente de
la casa.
La
gorra, con la visera apretándole la frente, se acercó hasta la casa, llevando
entre manos la bolsa de papel. Era pequeña y arrugada; parecía contener nada
(si es que la nada se puede contener), pero un abultamiento por debajo avisaba
de algo en su interior. Tomó el hombre un bote de metal que yacía bajo la
bomba, y lo acercó al grifo, “Se me antoja un cigarro”, pensó, mientras subía y
bajaba la bomba manual del pozo. Acompañado del calor y de la sed, el hombre
tuvo que contener su deseo por pegar la boca al grifo al ver salir agua de él. Atrapó
algún sonido eléctrico que le llegaba desde el interior de la casa, rebotando
en el techo de zinc. Una sombra alargada se le pegaba a los pies.
Entró
en la casa con el bote de metal en su mano derecha y la bolsa en la siniestra.
Dentro había un olor a sudor y cigarro; emanaba también el aroma de aceite
estancado. Sobre el mostrador, la caja registradora estaba sentada solitaria;
salvo el catre tras el mostrador, pocos objetos adornaron el interior. Una caja
con rendijas verticales en sus costados estaba encendida; la vieja radio
sintonizó las noticias. De la radio un hombre hablaba.
…dos
millones se extrajeron de la bóveda, los empleados fueron amarrados de pies y
manos en el interior del banco, hasta el momento no hay reporte oficial…
El
hombre salió deprisa hasta el coche, se derramó en voz hasta el viejo mientras
levantaba el capó, y dirigió con sumo cuidado el agua del bote de metal en el
radiador.
-¿Ya
estuvo?
-Listo,
joven… son cien pesos.
Extrajo
la cartera de la bolsa trasera del pantalón desteñido de mezclilla, del mismo
bolsillo donde se tatuó la forma abultada de la cartera. Abrió el compartimento
y sacó el billete naranja. Las orillas estaban desgastadas al igual que sus
manos. Acercó el billete al viejo y dio las gracias.
-¿A
dónde va?
-A
Disneylandia- contestó el hombre, con otra gota adjuntándosele a la sien.
Arremangó
las largas mangas de la camisa hasta los codos, después guardó la billetera en
su molde y se adentró en el asiento del conductor en el Barracuda.
La
camisa blanca, sentada en el lugar del conductor, se hundió hasta el fondo del
asiento. Una gran nube de polvo se esparcía mientras se alejaba de la estación.
Aguda armónica resopló desde el estéreo. La voz grave del cantante entonando
letras tristes sobresalía de la canción: “Alguien como tú… que me pueda querer
y comprender”, decía con notoria melancolía. Al encontrarse sobre el primer
bache, la guantera se abrió. “Tenías que tomar esta baratija que no sabe
guardar secretos”, pensó. Un mapa descolgando de la guantera cayó en el asiento
del copiloto.
Al
estacionar el auto de nuevo al costado de la carretera, la granulación de arena
se estrujó con el freno. Cambió el peso de nalga, colocando los setenta kilos
sobre la billetera. En ese instante ningún pensamiento se sostuvo en su mente;
fue una de esas ocasiones en que se deja que el tiempo rija sobre los
acontecimientos, sin que el pasado o el futuro transiten libres. Alargó el
brazo derecho y extendió el mapa; las volubles líneas se dibujaban perpendiculares
y horizontales. Enfocó una ciudad cercana. Había dejado detrás al viejo y al
camino, pero el destino estaba frente a sus ojos. Luego extrajo desde adentro
de su chaqueta; que se encontraba en el asiento posterior; la que cubría la
computadora portátil y las carpetas amarillas; una blanca cajilla médica. Sacó
un parche de nicotina y lo colocó en su pecho, justo en el centro que la
abertura de los dos botones dejaba entrever. El pegamento se fundía con el
sudor, aplastándole los pocos vellos pectorales. Inspiró profundamente y dijo:
Santo remedio.
La
mugre de grasa se ennegrecía en derredor de la camisa por el cuello, y los
hedores de gasolina se le pegaron en la nariz al querer encender el Barracuda.
El interruptor eléctrico falló varias veces. “Ahora no, por favor no”, pensaba cuando
nuevos intentos se enumeraron detrás de otro. Cuando al fin volvió la marcha
por la línea asfaltada, regresó la calma sobre el asiento. Quedamente entre las
piernas sostuvo la bolsa marrón de papel. Quiso en ese momento saber cuáles
objetos pertenecían a un lugar desolado, sin que éste tuviera la intervención
humana. El pensamiento lo llevó a un movimiento reflejo. Un juego de manos fue
necesario para tomar el volante y sacar la billetera; repleta surgió de
billetes. Extrajo una licencia de conducir y la colocó sobre los instrumentos
que indicaban el recalentamiento del radiador. Después de regresar la billetera
a su bolsillo, los caracteres latinos se leían más claramente con la luminosidad
del sol: André Lovedy, veintiocho años. Al leerlo, no llegó la emoción de
reconocer lo propio en un objeto, sino que minutos después la regresó a su
lugar de origen, como un recuerdo a punto de llegar. Era un detective privado,
no tenía muchas congojas en esos días, pero sí mucho trabajo, de entre los
cuales destacaba una investigación en particular: Encontrar el paradero de los
asaltantes de bancos que rondaban el país, ocultos tras pasamontañas azules.
Fue tanta la opulencia con que se llevaron a cabo dichos atracos, que
contrastaba con la pobreza de las fuerzas federales para arrinconarlos, por
ello, el mismo gobernador del Estado de Sonora le pidió que echara manos a la
obra. Las pistas en los videos de vigilancia, aunado a la ruta que le habían
visto partir los testigos, le indicaron que hacia Sonora se dirigían.
El
horizonte al frente se fundía con la carretera, la cual, bailaba entre el calor
emánate del suelo, distinguiéndose una refracción cristalina. Le pareció que el
espejismo era una puerta a otra dimensión. “Si entro de nuevo en él, viajaré al
pasado”, pensó André, mientras pegaba la mirada en el espejismo vibrante. Pero
con la huida de la puerta, se acercó un recuerdo de sus amigos, sus hermanos:
Los Cobra.
La
noche se comía las estrellas, y el sonido de las trompetas y los sintetizadores
se confundía con los alcoholes. Las calles enmudecidas por la noche se ceñían
entre los edificios y las casas, donde sus habitantes veían televisión, mataban
de celos y odiaban por envidias. Una ciudad como cualquier otra, pendiendo de
las costumbres tanto como de las ventas comerciales. Tres amigos se juntaron
entre risas y cerveza para pasear en auto. Repararon en mecer sus torsos, reír,
y perder la noción del tiempo; estaban reunidos por un simple motivo: Diversión.
Mr
Scruff, MGMT, Zoé y más bandas, se refugiaron en el disco de plástico que
giraba en el estéreo, escurriéndose los decibeles por los parlantes. La
equivocación no tenía cabida dentro del coche; podría decirse que su amistad
atraía la perfección. Los comentarios de años pasados y celebraciones
memorables resaltaron entre las sonoridades de las risas. Acelerando las
explosiones, aumentaron los gritos. Los faroles encajonados y semáforos en rojo
se transformaban en líneas de luz con la velocidad, dibujándose paralelas a la
dirección que tomaba el Mustang Mach One. Roberto se hundía; con la cerveza en
la mano; en el asiento posterior. Arath conducía con una mano en el volante y
otra en el celular; estaba trascribiendo un pensamiento hacia una chica. Y
André sostenía su torso contra la mitad de respaldo que tocaba su hombro.
Entraba en detalles con lo que decía Roberto sobre la más reciente conquista de
alguna chica, por ello la inclinación fue necesaria para atrapar los pormenores
físicos y las acciones concebidas días atrás.
-No
mames, no podía levantar a mi compa y no sabía qué hacer.
-Eso
te pasa por probar los “eme”- dijo André.
André
soltó una sonora carcajada que se sobrepuso a MGMT. Roberto también acompañó la
carcajada y cambiaron de tema.
-Hay
que sacar unas viejas a bailar en la graduación de tu prima- dijo Roberto con
seguridad que extrañó a los demás; nunca bailaban en ninguna fiesta.
-¿Neta?
Roberto
respondió que sí y continuó insistiendo en la idea.
-Pues
si no huelen feo tal vez- dijo Arath separando la mirada del camino para
sonreírles.
Un
estruendo se escuchó en el costado del Mustang, se había detenido bruscamente y
una mancha de aceite oscuro se tatuó en el parabrisas.