miércoles, 3 de marzo de 2010

Ausencia

No estaba dispuesto a dormir. Las sombras retomaron su reino cuando salí del cine. Mas bien era un teatro del siglo XIX adecuado para la proyección del film. Iniciaba con la historia de un hombre que pierde la dirección de una empresa que creaba electricidad, haciendo que su sueño se perdiera. Lo nombraron héroe. Su mujer lo amaba: “Ahora y siempre, pase lo que pase”, se juraron. Con aquella frase de cobijo, quería envolver el vacío en mi alma, ya que un pesado dolor me oprimió por no poder yo decir aquello. Ese hombre salvó miles de chinos, incluso siendo alemán. La noche helada recibía mi reflexión en los vidrios de los escaparates. Serenamente el viento reburujaba pequeñas partículas de humo, de polvo y de ideas. Con la claridad de la noche, un gusto surgía en mí: ir a un café a beber y tal vez comer. Sabía que no dormiría, y me parapetaba detrás de dos espressos para la batalla contra el sueño. Lo admito, es lo más venerado de mi vida, pero debía mantenerme alerta, pues las luces llegarían, y no estaba en condiciones de aceptarlas otra vez. Era una triste noche, no había logrado verla en ese día. Estaba sentado en el patio trasero del café Suspiro, justo frente a la fuente flotante, en la que ella y yo colocamos dos monedas con la imagen de una monja. Por supuesto que ya no estaban, pero al pasar cerca de ella, viendo al fondo, encontré las dos piedras en las que cayeron. Conectada mi computadora portátil, el brillo de la pantalla me anunció que algunos amigos estaban del otro lado de la ciudad, así que conversé con ellos. Encendía un cigarro tras otro, pero no lograba exhalar la sensación de soledad, ni el querer abrazarla. Era como si la tecnología me recordase que estoy solo sin lograr acortar las distancias. Comencé a pensar en el héroe de la película. Era casi un anciano, pero aún así tuvo el valor de enfrentarse a una guerra perdida. ¿Cómo enfrentaría mis propias batallas, con fuego, con alcohol, con tabaco y vino? Mis amigos estaban decidiendo nombres: Hijos del infierno, Pinceles verdes, Generación amarilla. Pero al fin se pusieron de acuerdo. Puse un disco de Paganini, y la dulzura de su melancolía atraía la presencia de ella. Flor de primavera que nació al final de invierno. Podría situar cada punto y lugar en que estuvimos, cada palabra que me extendió y compartimos, pero en su ausencia, la nitidez de mis recuerdos se perdían entre las luces. Cerrando los ojos, ella se apresuraba en aparecer, tan palpitante y sonriente como el día que hablé por primera vez con ella. A través de los meses se convirtió en mi oído preferido, su risilla coqueta ahuyentaba los espasmos del amanecer, como esos mareos provocados por la cafeína. Sí, los espasmos me obligaron a irme, además de que la hora del cierre ya había quedado atrás. Pagué la cuenta y me fui caminando. El café Suspiro queda cerca de mi casa, y los dueños y empleados ya me conocen. Con la cercanía de mi hogar, quise alejarme tanto como la distancia a mi verdadero aposento. Ese lugar estaba apartado, y toda persona sabe que donde se come y duerme, no siempre es donde se está conforme, cómodo. En casa. Comencé a temblar, como para ese punto de mi vida no había sentido jamás. ¿Miedo? No lo sé, pero era inevitable que me apresurara. Pude ver que las calles se iban haciendo más solitarias, y pensé que nadie había podido ver, como yo, las sombras ámbar en las torres de la catedral, ni a las pequeñas neblinas que salían de las alcantarillas, así como tampoco hubieron ojos que captaran las pequeñas gotas de las fuentes, siseantes, blancas, que caían infinitas en la plaza. Sólo algunos querubines fosilizados pudieron sonreírme cuando les extendí un saludo: Buenas gentes inexistentes, sigan mudas. Levantaba la mirada en busca de una señal. Orión, Luna, Celeste y Cisne, aglomerados como esos amigos que dejé en la universidad. Sentado en la banqueta, quise recordar animadamente cada instante y té que le vi beber. Un día leía revistas, otro sólo cruzaba la pierna y reía de lo que le contaba. En una ocasión, en una tarde de verano, ella sonreía a su maestra de inglés, y estaba tan amable, que cero que hubiera accedido a viajar conmigo a Italia. No la invité, pero sin palabras le dije que la amaba. Recordé ese día, y también cuánto la extrañe desde que la vi por la espalda, yéndose, alejando esa pequeña silueta que iluminaba cada rincón de mi oscuridad interna. Después me levanté, dejando en el suelo aquella tarde de verano. Pasé frente a un bar, y la música me invitaba a ingresar. “Hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana. Y no hay fuerza sobrehumana, que detenga mí querer”, decía el hombre en la rocola. No había duda, para ese entonces ya estaba decidido, y mis pasos dirigían el rumbo. Eran largas columnas de cantera y puertas enormes, también las ventanas eran alargadas y con barrotes. Por el frente del edificio había una hilera de protecciones metálicas, las cuales no me detuvieron para ingresar. Era su casa, y sabía que ahí la encontraría. Después de todo, ahí la conocí, ahí la veía cuando quería. Era nuestro punto de reunión. Desconozco cómo fue que los temblores continuaron recorriendo mi cuerpo, pero no vacilé a la hora de violar el cerrojo de la entrada. El interior era más oscuro y silencioso, y su frialdad no se comparó a la de las calles. Quería que las nubes cubrieran el cielo, que después lloviera y que ningún sonido mío avisara de mi llegada. Lo cual, no sucedió. Por alargados pasillos encontré varias mujeres sonriéndome, algunas con vestidos de siglos anteriores, otras con niños en brazos. También había puntas de flecha y un cuerno de mamut. Creí que su padre era un excéntrico de primera categoría, después de todo le había dado vida. Siempre pensé que un excéntrico podría crear algo sublime, así como ella. Revisé por una ventana para ver si el jardín de afuera estaba intacto. Lo estaba. Continué caminado hasta su alcoba. Ahí estaba, tan tranquila como cada noche seguramente lo estaría. Me acerqué junto a ella, y pude percibir su leve respirar, pausado y quieto. Nada turbaba su descanso. Las sombras en las calles me vieron partir. Quise sortear lejos del bar y de la catedral, nadie debía verme. Alcancé a escuchar el mismo tango, la misma frase del hombre de la rocola, pero eran varias cuadras después del bar. Ahora creo que esa melodía se acurrucó en mi mente. Sin duda los temblores no cesaban, culpé al frío y a la noche. Mi casa no era el primer lugar al que iría, así que resolví encerrarme dentro de algún hotel. ¿Me preguntarán por qué la llevo dormida?, me dije. Mejor opté por meterme en el parque de la ciudad, cargándola entre mis brazos como desde el instante que salí de su casa. Los árboles vibraban con el viento sobre sus copas, y me decían que estaba profanando algo sagrado. Creo que se referían a su sueño sempiterno. Colocándola frente a mí, recostada en el pasto, calentaba mis brazos con las palmas de las manos. Ella seguía callada y quieta, y creí que no me reconocería en la noche. Decidiendo encender mi pequeña fogata, la idea de que nos encontrarían me aventajó para detenerme. ¿Y si despertaba? Genialidad de fumadores, mi encendedor resolvería sus dudas al despertar. Recordé lo que un amigo me dijo mientras estuve en el café: “La luz refleja las superficies, y estas entran por las pupilas, depende del humor en que te encuentres, para saber lo que enfocas”. Tenía razón, cuando ella abriera los ojos, y estuviera encendida la flama, colocaría una sonrisa en su rostro y no temería de mí. Aventajando el tiempo, el susurro de los tonos en su voz me despertaban de la caída en la luz. Sopesaba si debía encontrarme bajo los influjos de la cafeína, pero para ese entonces sólo pensaba en permanecer inmóvil. Hecho que no logré concebir. Me había dormido sin darme cuenta, y alcancé a ver los primeros rayos del sol en el horizonte. Decidí llevármela a mi casa, ahí estaríamos a salvo. Desde entonces vive conmigo. Es un poco más grande que yo, pero: ¿Quién se fija en la edad? Ni ella ni yo. Al día siguiente conversamos, y hasta le preparé del mismo té que siempre bebía conmigo en los cafés. Sí, esa mañana hasta leímos el periódico, ¿Cómo olvidar esa nota tan graciosa que nos hizo reír sin parar? Decía: El museo despierta sin su más preciada joya. El cuadro de Rosalinda fue robado… Reímos y reímos, y su risa era callada como dulce su mirada. Su cuerpo era brillante como la mañana por la ventana. Sus cabellos oscilaban cual ramas de castaños en el jardín de mi casa. Sí, desde entonces recordamos aquella noche, y después de repetir su nombre, no quise aprender palabra alguna.

Vestigia Dominari

 Bienvenida sea la primavera! Se acerca un eclipse y la parsimonia en los eventos se ve en armonía. Hace 20 años (el tiempo nos ha invadido ...