martes, 23 de julio de 2019

Extracto: Sagrario Dingler




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Los recuerdos son algo que no puedes borrar, pero ellos te pueden aniquilar; tienes que cargar con ellos todo el camino, la clave es hacer tu carga más ligera, regando tus recuerdos en el exterior y no dentro de ti. El pasado es un atavío que impide levar el ancla para emprender el vuelo a lo que podemos ser.
Supe de muchos secretos ajenos; ya que; el trabajo de detective privado, ha dejado en mí la imagen de que nadie es un santo. Altos funcionarios se reúnen con narcotraficantes y engañan a sus esposas con más de una mujer, incluso uno que otro hombre. No me permito posponer nada desde la adolescencia, la eterna voz del mañana, es la afirmación de lo inexistente. ¿Cuál es la necesidad de posponer las cosas? Cuán delgada e invisible es la línea entre orgullo y dignidad; dejamos de soñar, dejamos ir las oportunidades más fantásticas de la vida por el orgullo que es innecesario, si lo quitáramos de nuestro vocabulario, tendríamos más experiencias inolvidables. El mundo que cada cabeza es, gira en torno a la felicidad y la infelicidad, la dualidad que acompaña cada paso que damos, tanto como el día y la noche. Nada es para siempre, aunque suene triste, es reconfortante, ya que ni el dolor ni sufrimiento son eternos.
Estos recuerdos que han surgido en este día me aniquilan y me tienen inquieto, estando en casa, en mi departamento de solitario. Se necesita poner un muro en contra de las memorias, o una larga distancia. Es preciso sobremanera el salir de casa, de la ciudad con rumbo desconocido, es como si estuviera leyendo y releyendo el mismo libro, que después de tanto hojear, se me ha grabado la historia y ya no pongo atención en la lírica de sus letras, perdiendo el sabor de los pequeños detalles, en estos casos es menester el dejar todo guardado, huir lo más lejos posible, dejar que el tiempo se amontone, que la distancia sirva de muro, para que al regresar encuentre de nuevo la lírica perdida, el sabor difuminado, las palabras que me enamoraron del libro. Lo bueno es que es sólo un libro, no me extrañaría, ¿O sí? Tal vez, pero lo mejor es que volvería de nuevo, radiante e iridiscente; prefiero eso que a triste y olvidado en su compañía. Y es cierto que con cada encuentro, con cada regreso al punto de partida; fuese un libro por ejemplo; encontraríamos nuevas cosas en lo mismo, suena incongruente, pero no se puede negar, el hecho es que nosotros cambiamos, no estamos bajo las mismas situaciones o problemas o placeres, que cuando lo vimos y leímos por vez primera, así sucede con las personas también.
Con la idea en mente emprendo un viaje a Zacatecas que tardará un fin de semana como cualquiera. Estoy queriendo conocer la hermosa ciudad colonial, la que la gente que me ha conocido en los últimos años de mi existencia me ha recomendado visitar. Tengo que estar lejos de lo que me recuerde las semanas anteriores, Durango es la tierra del recuerdo y sufrimiento, al menos en esta quincena. Parto por la tarde; y desde Durango según la dependienta que me vende el boleto; son tres o cuatro horas de distancia.
En el camino, después de pasar tres pueblos, el miedo comienza a caminar lentamente hacia mi interior; ¿Donde dormiré? ¿Qué comeré? ¿Con quién estaré?; las mismas preguntas que surgen en la vida. La vida es un viaje sin retorno, nunca sabremos que habrá más delante, sólo podemos transitar por el presente. Concentrarse en vivir y no sólo existir.
El sol se esconde en su laúd de descanso nocturnal, como el autobús en que me encuentro. Mi partida por la tarde ha quedado atrás con las ganas de compartir mi vida con una chica. Mientras Sinatra entona All the way en mis audífonos, los azulados halos de las estrellas se encienden. Desde mi asiento junto a la ventana no puedo ver la luna, ni tampoco saboreo el licor de membrillo que venden junto a la carretera de cada pueblo que va quedando atrás. Las diez de la noche, hora que el reloj de mi celular indica el momento en que arribo a Zacatecas. Seis horas tardó el autobús, la mujer de la camionera se equivocó.
El sueño cubre mis parpados cual cielo estrellado en la noche, reflejo de un hombre cansado. Tomo un taxi; rojo, sin taxímetro; y le ordeno que me lleve al cajero para sacar dinero y conseguir un lugar para dormir. Después, un hotel, en las afueras de la ciudad, es la primer parada fija después de visitar el cajero en el céntrico banco. Llegamos después de extraer los honorarios de mi último trabajo, lo cual debe ser suficiente para que el recorrido no sea raquíticamente austero, sino extravagante.
El sueño pudo más que yo y me detuve en ese hotel, barato, sucio, y descuidado, con muebles viejos y televisores a blanco y negro; donde las cortinas y las sábanas son prácticamente iguales. Pareciera que; después de un tiempo; a las sábanas sucias las vuelven cortinas, o ¿sería al revés? Debí percibir la infamia del aposento cuando el recepcionista me atendió. Un hombre de mediana edad que carecía de humor; ese es un trabajo en el que la expresión habla de tu labor. Fue muy frío al momento de pedirle información sobre la tarifa de la noche. Al llegar al hotelucho de segunda, sólo pensaba en dormir, ni siquiera quiero hacer memoria por recordar su ubicación o nombre. Descansaba de la ajetreada semana en un lugar con ruidos de borrachos; los pasillos oscuros, la alfombra gris, y chicos de preparatoria estaban corriendo mientras gritaban incoherencias con chicas. Así terminó un día difícil (el primer encuentro con lo desconocido nunca es grato).
Un cuarto para las dos de la madrugada, es el instante que una pesadilla me levanta de mi austero lecho. Salgo de la habitación. Al querer encender mi celular, marcó por equivocación a Laura, cuelgo después de tres tonos, enciendo un cigarro y me dirijo a uno de los salones que hay en cada piso; con sillones roídos por las ratas, ceniceros de barro y reproducciones baratas de Picasso. Sentándome en el más amplio y limpio de ellos, una chica rubia, de semblante cálido, entra en el salón. Lleva un vestido negro semi ceñido a su esbelta figura, torneada por un gimnasio que deja ver la abertura de la falda. Los muslos son firmes como la madera, porcelana suave y clara por piel, sonrisa aperlada, y unos ojos aceitunados, en cuyo rostro, no hay más que poco maquillaje, no hace falta. Le pregunto por la hora en que nos encontramos juntos por la madrugada: “Las dos en punto”, dice, y después de sonreírle, se sienta junto a mí.
-Buenas noches… ¿tampoco puedes dormir?- suelto la pregunta después de aspirar mi cigarro. Sabe con antelación que es una escusa para romper la gélida noche.
-No, dormí por la tarde. Acabo de llegar de un evento, soy analista informático, y tuve que acudir a la fiesta de clausura de una convención. ¿De dónde eres?
-De Durango…- exhalo una larga línea de humo y pregunto-: ¿Y tú?
-Soy de Chihuahua.
No me pregunta mi nombre ni yo a ella, pero de algún modo vamos llenando el silencio con cigarros y quejas sobre el hotel. Sin vacilar y después de un chiste que nos corta la inspiración, la beso levemente. Desconozco el motivo de su respuesta favorable ante mi atrevimiento. El sillón permanece inmóvil, y nosotros nos acariciamos apasionadamente en el suelo. Me quedo sin playera, ella sin zapatillas, y mientras cuelga su vestido de mi brazo al cargarla, nos dirigimos a mi habitación. Siempre me sentí preparado para cualquier eventualidad: Condones, dinero en efectivo, tiempo aire y lubricante, cosas que no faltaban en mi morral Gripho que cargo cada día, pero esa noche no hubo porqué usar alguno de ellos, ni porqué preguntar nuestros teléfonos para llamarnos días después.
-No te conozco bien, eres peligroso- mansamente se separa de mí.
-Puedes salir en cuanto gustes.
-Lo extraño… es… - regresando a mi costado derecho en un movimiento lento, acallándome y deteniendo mis palabras-… que no quiero.
-Por mí está bien, ¿deseas volver a platicar?
-No- acercando el carmesí de sus labios a mi pecho, montándose encima de mí, trasminando su lujuria hasta mi ser.
Su respuesta no detiene mis extremidades ni las de ella, así que continuamos la cabalgata segura de las caricias sobre la ropa interior, separándonos al amanecer. En qué momento tan conveniente llega la compañía de una noche, sé que no luzco mal sin ropa, aún mejor con ella, pero mi sonrisa siempre fue mi llave universal para cualquier conquista. Nada supera una voz clara y limpia de groserías. En lugares distantes encontramos la seguridad de lo conocido.
Llegando el amanecer siguiente, decido salir del hotel para siempre y nunca más volver. Cargando mis mochilas y morral, camino por la ciudad. Me adentro al centro histórico, declarado patrimonio histórico de la humanidad. Caminando por las empedradas calles de cantera, limpias, sin ninguna basura ni hoja de árbol sobre ella, recorro las inmediaciones hermosas. Las “hormiguitas” hacían bien su labor; son llamados así por los lugareños los trabajadores de limpieza, encargados de mantener impecable la ciudad. Trabajan día y noche o al menos así lo parece. Son muy buenos guías turísticos: “¿Dónde queda la alameda central? Siga por esta calle hasta que vea el monumento a la madre”, me respondieron las personas que se dedicaban a mantener la reputación del lugar.
Al arribar a la ciudad la noche anterior, el taxista había mencionado cada lugar que íbamos dejando atrás, y la alameda central llamó mi atención. Desde que salí del hotel innombrable, quería reencontrar ese pedazo de ilusión.
Las ventanas altas que llegan hasta el suelo; (convertidas en ventanas esas antiguas puertas en el tiempo porfiriano, un siglo atrás, cuando se les ocurrió imponer impuestos hasta del número de puertas en las casas. Eso me contó Gaby el día que salimos, nunca lo confirmé) los arcos de los edificios, y puertas de madera antigua que adornan cada edificio del lugar, intimidan a la vista, es simplemente muy hermoso para fijar la mirada en un punto específico.
Frente a la catedral me quedo un rato admirando las delicadas figuras de cantera rosada; típica de este rincón de México; labradas pacientemente siglos atrás. Calles más adelante un letrero atrae mi atención: Hostal La Fuente, dice el letrero junto a la palabra “familiar”, indicando que debo entrar al lugar. Dejo las mochilas en la habitación número cuatro, me informo con el dueño; que tan amablemente me ha tratado desde que entré, un tal Carlos Torres; sobre qué rumbo tomar para conocer la ciudad. Primer parada el teleférico, de ahí hacia la mina El Edén.
Me dirijo hacia el cerro de la Bufa donde se encuentra el teleférico. No son más de veinte minutos desde el hostal según el dueño, un señor de unos cincuenta años, pero, que tenía en su rostro, la luz de la juventud que no se desparramó innecesariamente, la lámpara de una sabiduría adquirida con el sudor.
El camino toma más de “veinte” minutos y cada Zacatecano que encuentro en el camino dice: “Son quince minutos de aquí en adelante”. El cansancio que implica subir un cerro tan alto despeja la mente, hace que las imágenes perturbadoras de los días anteriores se olviden por instantes junto a las heridas reabiertas. Al encontrarme a punto de subir; en el aparato que me mantendría colgando; me sorprendo.
Cuando comenzaba la travesía dentro de un cajón de plástico rojo y vidrio, recuerdo que eso era impensable, pero ya era demasiado tarde. Mi miedo a las alturas es tanto, que con sólo ver una foto de la vista desde un rascacielos hacia la calle, me atemoriza desde la primaria; los años en que acompañaba a mi padre, mi mejor amigo, el primero que escucha de mis amores y desamores, a su oficina-taller; llena de calculadoras, herramientas, archivos nuevos y viejos y motores desarmados.
Sin titubear me monto y transito los metros de distancia entre cada cerro. Al llegar a la otra orilla estoy tan eufórico, tan tranquilo y tan orgulloso a la vez, ya que había enfrentado uno de mis grandes temores, no lo superé y nunca lo superaría, pero el atreverme a enfrentarlo, y hacerlo de manera decidida, me demuestra qué es lo que cuenta: Enfrentar los miedos. Ojalá mi padre pudiese haber venido conmigo, de seguro se quedo dormido en su casa escuchando a John Lennon. Sea como sea, cuando le vea le contaré sobre el largo túnel hasta el interior de la mina, diré que el color verdoso de manantiales acuíferos bajo la calzada de metal era profunda, y que había un lugar para adorar un Santo.
Siendo el segundo día de mi estancia; después de entrar en la mina El Edén; la revelación de mi destino surge entre las cenizas del cigarro. La conmoción, que en tan pocas horas invade mi ser, mueve mis piernas, irrumpe en mí; ya no existe el hambre, esta tranquilidad ilumina el día como tres soles gigantes, nada se compara con la sensación de saber qué hacer, y en qué momento. Todo es perfecto, en tan sólo catorce horas encuentro la respuesta; la distancia de mi hogar ya no es necesaria, pero aún faltan dos días para que mi autobús de regreso arribe a la central camionera.
En menos de cinco minutos de salir de la mina; y recorrer las calles inclinadas de la ciudad; encuentro la alameda central. Recorro su calzada dos veces. Los arbustos, las fuentes entibiadas por el calor de la tarde, los sauces, los álamos, y los pinos, adornan el paseo. A lo distante escucho el sonido de un tren. Hay una niña sentada en una fuente, acompañada por su madre…
Con la distancia pensé que eran dos niñas, debido a la estatura.
… Me acerco a ellas y les pregunto cómo dirigirme a la estación del ferrocarril. Quiero montarme por vez primera en una de esas máquinas del tiempo: “Tome un camión rojo en el monumento a la madre, el ruta ocho”, dice la señora. Les doy las gracias con una sonrisa y me encamino al monumento a la madre. No hay manera mejor de terminar mi búsqueda que de esa forma; y mientras decido qué hacer, me acerco a una chica con aire de extranjera.
-Buenas tardes. Disculpa, ¿por aquí pasa el camión que va al ferrocarril?
-Buenas tardes. Sí, eso creo, yo voy a la mina de El Edén- responde y pienso: La propiedad de un saludo cabe en la juventud.
-¿En serio? De allá vengo. No es muy lejos, pero no recuerdo como llegar ahí, ¿Eres de aquí?-
-No, apenas tengo aquí una hora, no he encontrado ni hotel.
-Déjame decirte, de turista a turista, que encontré un hostal muy bueno, céntrico y bonito, donde atienden una pareja de señores bien amables. Si quieres te doy la dirección o te acompaño, de todas formas no tengo lugar fijo para ir, ando recorriendo sin sentido las calles
-Está bien, ¿cómo te llamas?
-Yo… pero mi nombre es André, soy de Durango. ¿Y tú?
-Coscma, yo soy de Alemania, pero estudio aquí en México, en Guadalajara. Qué bueno que también estás vagando solo en esta hermosa ciudad.
-Estás sola, estoy solo… ¿Porqué no estar solos juntos?
Dije en las mismas palabras de Frank, con tono diferente, pero las mismas. Seguido de ello, nos montamos en un camión después de preguntar al chofer si pasaba por la mina El Edén. De haber sabido que está a la vuelta de la esquina; a unos pocos metros; no nos hubiésemos subido al autobús, eso dio pie a muchas risas y a intercambiar palabras.
Somos dos extraños en una ciudad desconocida. Parece mayor que yo, pero me ha confesado que tenemos la misma edad. Frente a la alameda central, en la parada del autobús, una relación comienza. Las palabras durante el camino a la mina son tan sin sentido, que llamarle conversación es colocarle un término calificativo, ya que no hay nada que lo describa como es. Preguntas vagas, respuestas cortas; el silencio entre los dos es la regla común, aunque las sonrisas y las miradas denotan la compañía.
-Una pregunta: ¿no te da miedo viajar sola?- le pregunto con voz firme.
-Claro. Hay que ser muy precavida en todo cuando se es mujer, nunca sabes con qué te toparás.
Es la primer chica que conozco que se aventura a viajar sola. Siempre había escuchado; a mis amigas de la escuela; decir que les gustaría viajar de mochileras, pero todas mencionaban que no lo hacían por miedo a lo que les pasara en esos viajes. Creo que les faltaba aventurarse más a lo desconocido sin hacer caso de sus miedos, eso voy aprendiendo con Coscma.
-¿Qué música te gusta, Coscma?
-Pues… la electrónica. Me encanta el Techno.
Después de su respuesta, dirigimos la mirada a otros jóvenes que se acercan a la entrada de la mina, del lado donde se entra en un tren pequeño. Ella dice que son alemanes, y no sé por qué pero le creo. Seguimos en silencio, ingresando a la mina con cascos amarillos en nuestras cabezas, y debajo de ellos, una malla desechable blanca para el pelo. Volví de nuevo a las entrañas de la tierra, donde conocí gente de todo el mundo; a un señor de Guatemala, una pareja joven de Japón y una familia de Italia.










Extracto Mar y Niebla

  Por entre las nubes vaga un beso de tu boca dulce y enamorada. Mi lengua pide un poco de rocío, de lluvia; pide toda la miel desde t...