sábado, 29 de enero de 2011

MAÑANA SERÁ OTRO DÍA






-Se puede esperar a que regrese la luz- dijo el camarero.
-Está bien, beberé un té frío. ¿Cuál me recomienda?- dijo el hombre.
-El té de moras está muy bueno, también tenemos de durazno con flores silvestres, uno árabe de yerbas exóticas con leche, y el de la casa: La Frigoletta.
-Deme el de moras.
El camarero se retiró. Vestía una playera tipo polo color amarilla, sus brazos eran delgados pero fuertes, y su cabello estaba cubierto con una gorra; tenía la marca del café en ella.
El cliente esperaba su bebida a la sombra de la fachada. Sentado en la entrada, en una de las tres mesas con manteles cafés y verde olivo, veía los edificios circundantes. Eran coloniales, la cantera regía en su arquitectura. Frente al café estaba la avenida principal, y los coches zumbaban lineales junto a los camiones de ruta. Podía observar el teatro principal de la ciudad, y también una manta con el programa de las funciones de ese mes. Algunas personas caminaban sin mirarlo, y las mujeres jóvenes contonearon sus bolsos al hombro, con la misma naturalidad que sus faldas dibujaron formas geométricas.
“Es tranquilo este lugar- pensó el cliente-. Es un buen lugar para estar solo. O acompañado. Si viniera con alguien, sería con una de esas mujeres que me escuchaban”.
El camarero apareció con la charola redonda. Sobre ella estaba un largo vaso con forma de cono, brillando en un color púrpura como las violetas en primavera. También había una azucarera con tapadera de aluminio.
-Gracias- dijo el cliente-. Le encargo un cenicero, por favor.
-En seguida se lo traigo- y el camarero dejó el té frío y la azucarera sobre el mantel.
Detrás del cliente existían dos carretas pequeñas de madera. Tenían las ruedas de metal, y en el interior de las carretas había macetas de geranios. Estaba por anochecer, el viento sereno atraía el frescor de la tarde en su finalizar.
El cliente se veía tranquilo. Vestía un saco negro de lana, cubriendo el traje oscuro, pero dejando ver la corbata roja. Era una linda corbata que brillaba por la seda con que se forjó. Sus cabellos estaban bien dibujados sobre su cabeza, y el brillo desde ellos tenía un tenue matiz de brillantina y polvo. El viento había levantado algunas partículas del suelo. En medio de la avenida, frente al teatro y el café, existía un camellón con faroles en verde oscuro; ya comenzaban a expeler las primeras luces ámbar.
Bebió un trago de té.
“Es suave su textura- pensó-. Y su color transparente se me antoja para beberlo de un trago. Pero no lo haré”.


Dos muchachas pasaron junto a él, sonriéndose entre sí. Vestían el uniforme de una escuela, y sobre sus espaldas llevaban mochilas transparentes cargadas de maquillaje, libros de moda, y pastillas contra la fertilidad.
-Se parece a Mupa- dijo el cliente.
-¿Cómo, señor?- preguntó el camarero.
El hombre no se había fijado que estaba cerca el camarero. Ya había dejado el cenicero sobre la mesa.
-Se puede llevar el azúcar. No me gusta lo dulce. Lo tomo así: solo.
-¿Algo más, señor?
-No, gracias.
El cliente extrajo de su bolsillo derecho del saco un encendedor, y del bolsillo izquierdo la cajetilla de cigarros. Raspó el lado de la cajetilla y sacó un cilindro; miraba de reojo al camarero parado en la puerta del café, viendo un punto invisible sobre el camellón, pero con la atención fija en el cliente.
La puerta del café era de vidrio templado, igual que la ventana alargada junto al cliente. Dentro se podían ver las paredes blanco marfil, un sillón del mismo color en piel sintética, la mesa baja de roble, y algunas fotografías de animales y plantas.
Expiró una larga línea de humo, y el camarero se fue al interior del café.
La sombra proyectada por la fachada del café se extendió por la avenida, el teatro, y las demás construcciones de cantera. Y en el interior del café se colorearon las paredes por la resistencia del tungsteno. Algunas velas vacilaban junto a la mesilla de adentro.
“Ya tengo la edad para saber qué soy- se dijo el cliente, alineando el cigarro en sus labios-. Nada. La nada que nació en no sé cuándo y que fuma no sé qué. El que nada sabe de las demás gentes y que espera al tiempo; al tiempo y a que se detengan las horas. Un lugar para estar es nada, como nada es lo que meto en mi boca. Pero tiene sabor esa nada. Sí, sabe a algo, y ese algo lo desconozco. Algo ya no es nada, pero algo puede ser nada”.
El camarero se asomó por la puerta del café, saliendo en pocos segundos hasta el hombre. Llevaba anudado a la cintura su mandil negro.
-Ya regresó la luz, señor. Puede ordenar, si gusta, algo caliente.
-No, gracias. El té está bien.
-Perfecto…
-Disculpe, ¿tienen cerveza?
-Sí, señor. Oscura, Lager, Lager especial y Lager light.
-¿Cuál es la diferencia entre la Lager especial y la normal?
El camarero explicó las diferencias que conocía. Tenía la información requerida para ofrecer, la misma que la dueña del local le dio. Informó los pormenores con la estupidez de quien se siente confiado con la poca información, desconociendo la verdadera diferencia, la que sólo los fabricantes retenían en fórmulas secretas.
-Tráigame una Lager normal.
El cliente cruzó la pierna, colocando el tobillo sobre su rodilla derecha. Desde donde estaba el hombre podía ver la longitud de la avenida, casi por completo. Observó la serpenteante hilera de faroles, perdiéndose en la lejanía y confundiendo su luz con la de los coches. El color ámbar tenía de compañeros al blanco y al rojo, y cerca, por encima de los coches, algunos verdes que duraban pocos segundos.
Bebió el resto del té, y la frialdad que se le escurría en la garganta le recordó al invierno.
A inicios de un año se había lavado las manos en una fuente, cristalina como el vidrio del vaso en cono. Ese día comió pan relleno de cajeta y nueces. Compartió palabras con personas de su ciudad, y todos le saludaban como si los conociera bien. Pero no, algunos habían aparecido por primera vez frente a él. Aun así, y sin fijarse tal vez, le desearon buena suerte entre otras cosas por el inicio del año. Ese día comió en un café, no muy parecido al que se encontraba, con paredes cubiertas de pinturas al óleo. Las imágenes mostraban mujeres desnudas y payasos, algunas también tenían santos, y los colores eran opacos. Ese día estaba preocupado, porque la noche anterior sintió que el olvido se tornaba en una costra sobre su pasado, y la coagulación de su habla le impedía expresarse con sus amigos, los que llamó sin poder localizarlos. Ese día fue en invierno, y en los noticieros hablaban de nevadas y aguanieves, de frentes fríos y de abrigos protectores, también recomendaron no encender fuegos al interior de las casas. “Claro, prenderé mi propia cama para quitarme el frío”, había pensado, al escuchar las recomendaciones. Pero dentro de sí sabía que eran recomendaciones para otras personas. Aquellas personas, ese día, no tenían un pan delante de sus mesas, ni mesas, ni paredes de ladrillos con qué cubrirlas de pinturas al óleo. Supo esto y se retiró del café en que comió ese día.
Muy cerca de invierno, también vivió un corto periodo en otra ciudad. Era más bella que la ciudad donde nació, y su arquitectura colonial superaba la de la avenida principal, el teatro frente al café, y la del mismo café. Aquella ciudad lo recibió muy temprano por la mañana. Adormilado y con los ojos a la intemperie, trataba de visualizar cada calle que recorría al interior del taxi. Sus calles eran sinuosas, como laberintos colmados de túneles, con calles apretadas y aceras de piedra, cubriendo los callejones en que se convertían al irse adentrando en los muchos cerros de la ciudad. Aquella ciudad tenía una gama de particularidades: la modernidad estaba relegada a las orillas, no se adentraría en la Historia resguardada celosamente por el centro histórico. Al bajar del taxi encendió un cigarro. El sueño se escondió tras la cortina de asombro, sus piernas le pedían recorrer la ciudad. Al ir inhalando y exhalando, notó que en su hombro sostenía una carga pesada. La maleta, y la falta de sueño durante el viaje, le orillaron a ingresar al lugar donde dormiría. Aceptable para sus ingresos, y para la corta estadía, el lugar lo recibió con una mujer gorda que no había peinado sus cabellos. Después de pagar la tarifa, el hombre ingresó en la alcoba, para dejar la maleta y salir al balcón a fumar. Al amanecer, sintió que olvidaba lo que había visto en el sueño. Tratando de encontrar el sentido de su cuerpo en un extraño cuarto, removía los dedos entre sus cabellos. Se levantó y fue a bañarse. Esperó. Esperó. El agua continuaba saliendo, así que esperó más. Al ver que la hora de partida a sus asuntos estaba próxima, decidió bañarse con el agua fría. Aquella ciudad lo acogió de forma gentil, al menos a sus gustos por la arquitectura y la noche y la falta de sueño, pero después lo abofeteó con la realidad. No tomó fotografías de la ciudad. Las imágenes colgarían de su mente con las pinzas de los recuerdos. Sabía que no recordaría los nombres de sus calles, de los callejones y túneles, así como también olvidaría los nombres de las personas que conoció al inicio de su estancia. El olvido cobraría los nombres de los parques, de las iglesias, y de los ilustres hombres y mujeres revolucionarios que ahí nacieron. Algunos extranjeros conoció; de Alemania, Inglaterra, Canadá, España y de Tailandia; pero a ellos también los relegaría al olvido. Esa ciudad, aquella noche que llegó, no la olvidaría, como tampoco olvidaría lo que en esa ciudad pasó. No olvidaría que en esa ciudad amó intensamente conversar, como a la última mujer que le invitó a volver, a vivir, a sentir la tibieza de una emoción que él creyó ausente en su alma. Aquella ciudad era Guanajuato. Eso tampoco lo olvidaría.
El frío del ambiente, y de la bebida que el camarero estaba dejando sobre la mesa, le trajo todos los recuerdos situados en invierno.
Cuando vivió solo, después que su primera esposa lo echó de la casa, había sentido helarse el cuerpo. Durmió bajo la única cobija totalmente vestido. Pero aun así sentía escalofríos. No era por lo que aconteció en su matrimonio, él sabía que como los religiosos se consuelan con la esperanza, los hombres como él se calmaban al conocer que todo tiene un principio y un fin, y que no hay nada después. Nada. Cuando vivió solo, ese Diciembre, había conversado con su padre. Ambos bebían. Estaban acompañados del hermano de su padre. Bebieron cognac para él, y cerveza clara para los mayores. Entraron en una camaradería de barracas, del tipo de amistad que sólo los hombres conocen con el alcohol. Su tío dijo: “Una vez me pelee en la universidad, me sacaron la sangre y tu papá hizo paro. Golpeó a los tres tipos y ellos ya no me veían a la cara después. Llegó la policía y tu papá puso el carro atravesándole el paso a la patrulla, diciéndoles: no te los vas a llevar, y ellos contestaban: quita tu bocho. Pero tu papá no quitó el carro”. El padre del hombre rió, lo cual era raro. “¿Recuerdas cuando nos llenaban de chapopote durante la novatada?”, preguntó el tío al hombre. Pero éste sintió que lo confundían. Para ese entonces él ni siquiera figuraba en los planes de su padre, así como tampoco el nombre de su madre. Su padre le pidió cantar, y las canciones eran melancólicas. El tío elogió la manera en que cantaba, y su sinceridad era evidente, tan plausible como la relajación en el ambiente. Su padre contó sobre sus hermanos, los que no eran hijos de la misma madre del hombre. Dijo todo sobre los dos, incluso los nombres y los de sus respectivas madres. Mostraba las fotografías que tenía, habían salido de un pequeño cofre de madera que el padre fabricó. Su padre conocía mucho, y mucho más cuando vio la tranquilidad en su hijo. Los tres compartieron algo de sus vidas, y recordaron que esa Navidad todos estaban sin mujer. No se mostraron tristes, los efectos de la bebida y de la conversación habían esparcido su magia. Cuando vivió solo, aprendió que su padre era un gran hombre. Como todos tenía fallas, pero el saber que ni la policía pudo contenerlo, le dio un gusto como si estuviera escuchando palabras cariñosas de una mujer amada.
-¿Se le ofrece algo más, señor?- preguntó el camarero, retirando el envase vacío de la cerveza y cambiando el cenicero por uno limpio.
-Tráigame otra, por favor- dijo el cliente-. Sí, igual.
El tiempo transcurría entre las emanaciones de los coches en la avenida, esparciéndose cinco cigarros más.
“Esta noche dormiré solo- pensó el hombre-. Llegaré a mi cama y limpiaré mis zapatos. Cuando coloque el traje en el guardarropa, envuelto en su funda, quitaré mi corbata y la enrollaré para guardarla en el cajón. Ninguna arruga debe mostrar el uso. Quitaré mi camisa y buscaré el…”.
-¿Lo conoces?- dijo una mujer joven que se encontraba en el sillón de adentro, mirando por la ventana al primer cliente.
-Pues si no es, se parece mucho- le contestó su madre. Ambas tenían cabello lacio, negro, y largo hasta el hombro. Vestían elegantes, con un perfume de rosas que el hombre por fuera de la ventana no podía notar.
-¿Les puedo retirar las tazas?- dijo el mismo camarero.
-Sí, joven- contestó la madre, escondiendo su escote con un movimiento de manos sobre el chal oscuro-. De casualidad sabe si ese hombre… ese, el que está afuera…
-Sí… ya sé cual- dijo el camarero, levantando la charola sobre su hombro con las dos tazas en ella.
-Sabe si viene regularmente o si…
Una sonora ambulancia pasó por la avenida. El binomio resplandeciente azul y rojo, seguido del zumbido, destrabó de sus pensamientos por un instante al cliente de afuera. Vio cómo los coches al frente de la ambulancia se abrían, dejando el paso libre para la circulación de algún herido, o de la pronta llegada de los paramédicos a la zona del siniestro. El cliente no recordaba cuándo encendían la sirena.
“¿Qué habrá pasado?- se dijo el hombre, sosteniendo entre sus dedos el cigarro que acababa de encender-. Espero que lleguen a tiempo”.
La noche adentró más con la partida del binomio de luz, escurriéndose en el costado derecho de la serpenteante línea de los faroles.
La sirena de la ambulancia le recordó cuando ingresó al hospital. Era un día en que demasiado viento golpeaba el inmueble. Fue a visitar a un amigo, y su amigo estaba recuperándose de la operación en sus ojos. Al ingresar, veía a los galenos y enfermeras, todos de blanco y con cardigans de colores para diferenciarse entre ellos. Aunque el hospital era oficial, en el clima del interior la violencia de las enfermedades rondaba el aire. Entre sus fosas nasales el cliente aspiró la muerte, los virus, los dolores, y las almas en pena. Sintió un desvanecer en su ánimo. Ese hospital lo mareó. Tuvo dolor de cabeza antes de ingresar en la habitación de su amigo. “¿Cómo estás?”, le preguntó el amigo. “Mejor que tú”, respondió el hombre. Ambos rieron, y hablaban de cuando viajaron en tren. Entre las enfermeras recordaron que se conocieron desde la primera juventud, y cuando la memoria llegó a ese instante, ambos suspiraron sin que el otro lo notara. En ese hospital recordaron cuando veían películas de comedia, de drama, de acción, y luego compartieron buenas suertes entre sí. El hombre salió del cuarto, dejando con palabras una invitación para volver a reunirse en poco tiempo. Al salir, el viento continuaba violento. Ese hospital luchaba por contener a los enfermos y la esencia de la muerte en su interior.
-¿Señor, señor?... preguntan por usted…
-¿Quiénes?- dijo el hombre, interrumpiendo al camarero que le dejaba una cerveza. Ya tenía el envase vacío en su charola.
El camarero señalaba a las mujeres con la mirada, y el cliente giró su cabeza hacia la ventana. En el interior veía a dos mujeres clavándole la vista. Sonrieron los tres entre sí, y el hombre regresó su mirada al camarero.
-Dígales que…
El camarero aguardaba la respuesta, y en su pecho palpitaba la sensación de anticipo que trae cada pregunta.
-Dígales que gracias, muchas gracias. Diga que son bellas las dos… y su cuenta póngala en la mía- dijo el hombre, pero pensaba: “Ni yo sé quién soy. Conocen y tienen un recuerdo de la persona que ya no existe. Cuando me veo al espejo, sé que debo ser yo. Pero ¿qué imagen se puede ver en ella? Sólo el presente sin el pasado, sin la historia de lo que pasó. Sí, y en ninguna parte puedo retomar el flujo de lo que se ha ido”.
-Perfecto. En seguida les diré…
-No se apresure. Primero espere que me termine la otra cerveza que me traiga.
-Excelente- dijo el camarero, y se retiró.
El hombre pensó en que el vocabulario del camarero se extendió fugazmente. Ya no había dicho perfecto, ni en seguida, o en un momento… el camarero tenía bien grabado el monólogo de su oficio.
El mandil del camarero se perdió detrás de la barra, y podía verse desde donde el cliente estaba sentado.
Encendió un cigarro, dejando el anterior en el cenicero. Algunas partículas de ceniza flotaron por la mesa, regándose en el mantel. El hombre aspiró largamente su cigarro, y levantaba su cuerpo, mostrando su altura debajo de la noche.
Del bolsillo del pantalón sacó un boleto de autobús. Tenía su nombre, el de Guanajuato, y la fecha del siguiente día. Dejándolo en el mantel, dijo:
-Mañana será otro día.

lunes, 17 de enero de 2011


He vivido los días y las noches
desde su nacimiento hasta su muerte,
y en ellos encuentro el vacío de tu mirada.
Ya no hubo peces enrollados,
y hasta se perdieron las tenazas de los cangrejos,
pero en tu boca se inició la voz
el silencio, la palabra que se despidió.
Se fue otro momento para ser solo
pero me acompaña el palpitar de tu recuerdo.
El pestañeo de lo que fui se asoma
saluda, y regresa por el cielo despejado.
Rápido va la imagen del fuego detrás de él,
golpeando la sangre de mi rostro,
las lágrimas de mis llagas,
y los cuerpos esparcidos en tu campo de juego.
Delante de mi reverencia
existe el inicio de lo que fuimos,
lo fundado y lo que sepultaste.

He fumado de la pipa de la vida
y deseo permanecer atado al humo
los días y las noches que nazcan
que mueran, que se enciendan con mi nombre
en el corazón inerte de mis suspiros.

Extracto Mar y Niebla

  Por entre las nubes vaga un beso de tu boca dulce y enamorada. Mi lengua pide un poco de rocío, de lluvia; pide toda la miel desde t...