NOCHE
DEL ALMA
Karlo
Toreles
“Solo, ¿a
dónde va uno en la oscura noche del alma?”
Pregunta de Bill Zehme a Frank
Sinatra
“Tú no ves lo que eres, sino
su sombra.”
Rabindranath
Tagore
1
Bajo este cielo
estrellado, bajo las constelaciones y cometas, contempló la noche para
encontrar la divinidad. Todos hablan de él, pero nadie lo conoce. Ha terminado
de beber un litro de leche como cena. Mitra no se enferma con regularidad. Lo
más cercano a una enfermedad ha sido una resaca. Tiene como herencia la salud;
eso se dice a él mismo. Su abuela falleció de pronto, sin aviso, sin pasar por
dolores. La abuela le dijo tres días antes de que él se fuera a otra ciudad
para estudiar: Aléjate de la hoja que cae sin viento. Sus palabras
tenían un significado, pero no lo supo en ese instante. Aún ahora, tres años
después, no lo comprende. Fue extraño, pero se pasó el día entero del funeral
escuchando la radio. Lo advierte ahora, en que suena el himno nacional,
anunciando el término de la señal de radio. Guardarán las cabinas, los
teléfonos, los discos, los micrófonos y a los locutores. Mitra piensa en
detener su mente en algo preciso y no logra hacerlo. Se mantiene frente a su
computadora portátil, sentado en su cama. Así llama al colchón con una cobija
en el suelo. Entra en internet, a su correo. Desde ahí envía la pregunta a
todos sus contactos:
“¿Qué
es la hoja que cae sin viento?”.
Es
fácil reconocer cuando se despierta. Pero es raro despertar por la noche y
recordar que se durmió en la noche, sin pasar consciente por el día. Así está
él. Hay una canción que le agrada escuchar, es de Norah Jones, se llama Come
away with me. Es la que suena desde la radio. Se detuvo de salir a la
calle. Prefirió quedarse en casa. No se le antojaba nada. La noche anterior,
recuerda, mandó la pregunta de la abuela para que la respondieran sus
contactos. Esta noche lo embarga la misma sensación, cae en el sueño, y un
resquicio de sonidos le llega desde la radio.
Frenético;
dice la canción de tango que escucha Mitra donde está. Sea la noche o una tarde
lluviosa; un lugar para colocar espíritu y cuerpo. Mirar en derredor es
encontrarse con extraños, aunque sea un lugar familiar, pero esperando.
Definitivamente no es la compañía, sino un lento aspirar el cigarro; escuchando
cómo se va encendiendo el tabaco; un corto trago de cerveza, mientras el tiempo
transcurre. Llevar libreta y pluma siempre ayuda a captar las ideas pasajeras;
piensa Mitra. ¿Si se supiera contener… una idea por decir? ¿Cómo expresar el
vacío y la ausencia de lo que se desconoce, queriendo que llegue?, sigue
pensando. Su padre le dijo una vez que las personas llegan y se van en un
tiempo inestimado. Mitra se dice: ¿Y las cosas? Pues hoy soñé con quien,
confieso, fue la persona, la mujer, la joven que dio un motivo a la existencia.
No ha sido la única, pero a ella la recuerdo tan normal. La que no gusta de
personas alcohólicas; la que huye del tabaco; la que conoce lo que significa el
apoyo de la familia; quien ha sentido el éxito de sus logros; la que con diecisiete
años puede jactarse de ser tan madura e inteligente como la más experimentada;
la que es visitada por la angustia en su tibia cama; quien sufre en ocasiones
contadas la melancolía en compañía de seres queridos; la que vive con las
preocupaciones de las personas con hogar y coche; la que puede tener la
seguridad que infunde el meter la mano en la cartera para extraer un billete, y
no sólo pelusas. Esa es ella, muy diferente de mí. El haberla soñado tal vez me
empujó a dormir más de doce horas.
Mitra
siente que su padre olvidó explicarle el significado de las respuestas que no
tenían preguntas; al menos no antes de que su padre diera esas respuestas. Al
igual que en él, supone que su abuela lo quiso alejar de pesares. Pero sin
querer, o tal vez queriendo; pues eso piensa Mitra; lo hacían pensar en cuál es
la pregunta que debió haber formulado. ¿Qué pasa con las cosas que vienen a la
mente sin previo aviso? ¿A qué se refería su abuela con que se alejara de la
hoja que cae sin viento? Mitra sabe que el quid es precisamente ese: Que lo
responda por sí solo.
Ha
perdido la cuenta de las cervezas y los cigarros, pero aún no siente la
intoxicación. Simple; cuando se siente el hambre, la pobreza, el silencio, es
fácil superar lo que venga, y el vicio es lo principal.
Ahora
las pequeñas gotas de lluvia caen sobre su mano desnuda y la hoja de papel en
la libreta; la que pudiera ser mi mano y esta hoja. La canción que escucha es
en portugués; las colillas descansan en el cenicero, y es el único en el patio
trasero del café Amanecer.
Iluminado
por cuatro focos, quiere presenciar el milagro de la caminata de un hombre por
la calle, que errando se encuentra con su musa; con quien ha sentido el hambre;
quien entiende el vicio; quien sabe decir groserías; quien puede hacer que el
hombre sienta su ser con el simple estar ahí. Queda una hora para la media
noche, el instante en que más despierto se siente. Se acerca el mesero: Claro,
la cuenta nada más; le dice Mitra con una señal de mano. El mesero se aleja con
el mandil negro y su playera amarilla, con un estampado al frente de un grupo
de rock.
Las
nubes se van difuminando en un color anaranjado por el cielo conforme avanza
Mitra por la calle, ha salido del café; debe ser un color proveniente de los
faroles de la calle refractándose en ellas, y no un atardecer en medio de la
noche. En su andar al salir del café Amanecer, tropieza con los escaparates de
las tiendas, con los anuncios de los hoteles, con los faroles verde oscuro, con
los teléfonos públicos, y con esas bancas de metal y asiento de madera que
existen en el centro de la ciudad. Lo rodean las mismas cosas que siempre, las
de los días anteriores, pero ya no se siente cómodo o seguro entre ellas, pasan
a ser la escenografía de una obra que interpreta Mitra, sin saber que es el
actor principal, y cuyo público desconoce. A esta hora del día se encuentra sin
haber comido más que pan sin levadura, una calabaza hervida, y dos huevos
crudos. El hambre ya no significa un muro con qué lidiar, sino que se convirtió
en lo normal de un latido, de un respiro, de un pensamiento que surge con un
retrato. Mitra ha resistido las necesidades del cuerpo por veintidós años. El
hambre ha sido sustituida en ponderación de importancia por sus meditaciones. Suele
pararse afuera de una rosticería en el centro de la ciudad; ahí aspira los
olores del pollo, y con ello satisface su apetito. El hambre significa
pertenecer a la mayoría, a los que tienen enfermedades y seguros de vida. Cuando
Mitra tenía siete años, entró a trabajar de ayudante en una tienda cerca de su
casa, ahí duró cuatro años, y cuando el patrón encontraba huevos rotos, se los
regalaba a Mitra; era el momento de llevarlos a su madre para que se los
cocinara. El hambre ante él es retroceder al pasado en que las aflicciones
comunes lo ataban a las personas. Pero en el andar por la calle hacia su casa percibe
la quietud de la noche con finas gotas de lluvia. Siente que el pasado es un
recuerdo en el olvido. Busca en las aceras. Quiere caer en esa sensación dentro
del pecho, en la garganta, en la falta de sangre en las piernas por ver a la
musa. Puede que no se encuentre con la musa, que ante él tiene forma de Dalina.
Dalina.
El nombre de la persona sublime que acompaña mi soledad a la distancia de su
presencia, se dice Mitra, luego continúa: Nunca sé dónde se encuentra, pero sé
que ella me reconoce cuando me ve por las calles, las calles, me reconoce al
andar por las calles, Dalina, me reconoce, las calles…
Ahora
Mitra escucha la lluvia por fuera de su casa. Su hogar, en el Boulevard de Las
Lágrimas, está situado en el departamento de un edificio del centro de la
ciudad, donde la mayoría de las personas son solteras, viudas o divorciadas. Sin
hijos ni niños. Las paredes al interior del edificio muestran la pintura
resquebrajada, con manchas de humedad. Por fuera la fachada es de vidrio y
hormigón. Las gotas caen, los ánimos también; piensa Mitra, cuando su vista se
posa sobre un afiche en su pared, donde un boxeador levanta el puño derecho en
el aire, como si golpeara un gigante en la entrepierna.
Le
reconforta sentir la vaciedad, la soledad, el silencio; al menos no se ve
perturbado por estar solo en su alcoba. Le dan ganas de distraerse en mantener
la atención al murmullo de afuera, ya que mira por la ventana un punto fijo en
la nada. Sereno luce, ensimismado a largos periodos. Los techos de zinc
resuenan en el jardín de los vecinos ubicado en la azotea, conformado por los
tendederos, los cables telefónicos, de luz, de televisión por cable, y los
recipientes de varios litros de agua. Todo pasa. Todo lo rodea. Todo sigue sin
que lo note en su ensimismamiento en el punto de la nada. Mitra recuerda lo que
por la tarde sucedió.
No
había calor excesivo; el ambiente era lo que las personas llaman agradable,
fresco. Avanzaba por la callejuela Revolución, cabizbajo por sus pensamientos.
Sostenía un libro y una libreta bajo el brazo izquierdo, el mismo lado por el
que la calle sostenía los coches al pasar. De ese lado de la acera, Mitra se
concentró en creer que las imágenes que surgen durante un concierto de jazz y
blues, son de lugares en que le atrae estar. La deliciosa sensación que los pensamientos
evocan dan en mí la convicción de que de algo sirve el ser; se dijo en una de
las canciones de jazz dentro del concierto. Las gotas continúan cayendo con sus
recuerdos. Esa tarde, de este día en un miércoles de un mes par, mantuvo la
cadencia uniforme de los pasos hasta el teatro Cara Doble. De pronto,
cuando la mente volaba entre decidir si encender un cigarro; rodear por la
derecha un transeúnte de cabello gris y traje negro; desplazar la mano derecha
al bolsillo por el encendedor, y sacudir el cuello de un lado para no toparse
con el medidor de electricidad de una casa rosa; escuchó un claxon. Miró por no
tener claro una decisión. Vio que era una mujer sonriente que le saludaba; una
compañera de clase, de las que suelen frecuentar su amistad cuando requieren
favores escolares. La mujer se fue manejando el coche con su familia adentro,
alejándose de instrucciones para pasar el examen final de Historia de la
arquitectura.
Decidiendo
que Paté de Fuá estaba situándose entre sus gustos, Mitra avanzó para detenerse
en la esquina de la callejuela. En sus oídos retumbó el zumbido de los motores
y un pequeño murmullo de Cansado de Ser. Esos elementos surgieron y
quiso que la compañera manejando fuera Dalina; para que se estacionara en medio
del tránsito con el semáforo en verde, descendiera del coche sin cerrar la
puerta; avanzara hasta Mitra con una sonrisa en su rostro y le dijera que lo
llevaría hasta la frontera, tomándole del brazo al negarse Mitra, enseñando ella
un mapa que extraería de su bolsa de mano con el recorrido trazado; una nueva
negación de él pero no tácita; y que lo empujara a ingresar en la parte trasera
del coche con una promesa de que ahí lo esperaba una caja de vino. Después, el
camino hubiera sido recorrido cuando Dalina lanzara algunas groserías y señales
de mano a los conductores. Avanzarían hablando de que ya casi no han tenido
encuentros con amigos, y que de hecho esa palabra estaba relegada de su
vocabulario. Ella se entretendría en escuchar el continuo silencio con el que
suele dirigirse Mitra a ella. Dalina diría de nuevo que le leyera un poema; que
le gustó la carta que le escribió; que no sabía pintar al óleo, pero que lo
intentaría tan pronto tuviera dinero y tiempo; que su dieta iba por buen camino
y sin detenerse en antojos; que ya pronto terminaría de aprender a bailar
tango; o que era cierto que la lluvia le hacía sentir bien y no triste como a
los demás. Por todo ello no hubiera dicho Mitra ni una palabra en contra de la
idea de irse a la frontera. En ese punto en que oscilaba el silencio entre el
ronroneo del coche, escucharía desde ella: Vamos juntos por el mundo. Sus
palabras sonarían aterradoras al principio, pero al ver que tres maletas de
cuero negro y cantos de metal reposaban adelante y atrás, con él y junto a la
caja de vino, le sobrecogía el sosiego y asunto arreglado. Mitra; piensa en el
momento que una luz blanca de un rayo resbala por la ventana de su alcoba; le
contestaría que si en sus planes había incluido el llevar copas, y ella
respondería que no, que ante la premura olvidó lo importante. Dos segundos
después se oye un trueno, sin luz, que ingresa por la ventana. Mitra sabe
entonces que Dalina no se fijaba en nimiedades; así que descorcharía con ayuda
de su navaja de bolsillo la primera, le pasaría la botella en cada cruce de
bulevares, semáforos, y ambos beberían del vino y de la compañía.
Le
parece fácil estar sentado en el borde del colchón, escuchando la inmortal
melodía de la lluvia sobre los techos de zinc, y alimentar su recuerdo con
fantasías que en el instante; en que sucedió el pensamiento; no haya pensado
pero le gustaría haberlas agregado. Con la lluvia de fondo en el nuevo
escenario; su alcoba; sigue con el recuerdo estructurado a su antojo:
Primera
parada: Gasolinera. El señor calvo con barba de candado diría ceros; Dalina ya
habría dicho tanque lleno y, colmado de tranquilidad, Mitra esperaría que Dalina
le devolviera la botella entre sus piernas desnudas. Su pantaloncillo corto de
mezclilla, y un escote pequeño en su playera blanca, consonarían con sus pechos;
dice Mitra a voz alta, y suena gracioso por el siseo que lo interrumpe,
proveniente de un coche que pasó metros más abajo por la avenida. Dalina daría
un trago entre cada número y aroma a gasolina. Mitra le arrebataría la botella
al ver que no se la regresaba. Ella sostendría entonces un diálogo con su mente
acerca de cuándo perdió la noción del tiempo, porque ya estaba oscuro por fuera,
en el cielo. A Mitra le diría que no se dio cuenta de que era tan tarde, y luego
contestaría ante la pregunta de él que sí quiere visitar Oaxaca. Lo diría así,
sin pronunciar la equis como jota: Oaxaca. La ruta trazada en su mapa, al
sacarlo de nuevo de su bolso, le mostraría que no estaba incluido Oaxaca en el
recorrido, y harían entonces de cuenta que sí, que la línea roja se convierte
en azul en un punto llamado Torreón.
Mitra
sonríe al afiche del boxeador, que parece que escucha atento las palabras de
Mitra, ya que no sólo alimenta su fantasía, sino que la expresa con voz, entre
susurro y conversación normal; a ratos más susurro que conversación, y pasando
de una modalidad a otra en donde tiene que pensar o reír de lo que se dice:
-Al
ver que un hombre se acercaba por la ventanilla, Dalina diría gracias. Después
yo vería por el retrovisor; al partir; que debajo de una barba de candado y de
una calva, unos brazos agitaban el aire. La mirada del hombre sería de
preocupación, y Dalina encendería un radio extraído de la guantera. Yo, por
supuesto, sorprendido diría que aquello era impensable entre algunas personas,
pero que tan pronto cruzáramos la línea invisible que divide dos estados, adiós
preocupación por la barba, por la calva, y por las manos al aire en su afán por
detener lo que se va. Sé que entonces sus palabras dirían: Por esta radio sabré
si me busca la policía. Un lento pero continuo reclinar en el asiento seguiría
a unas palabras que, ante un miedo en mi cuerpo, no escucharía: ¡Detente un
momento, Dalina!
-No
te preocupes, te digo que no pasa nada.
Sus
palabras las grabaría entonces, y el miedo crecería en mi pecho, con la
adrenalina que siempre me envuelve cuando la veo al volante y a mí de copiloto.
Acostumbrado a esto, las fachadas de comercios, de casas, de estacionamientos,
de hoteles, de cines, de bares, de supermercados, de teatros, de jardines, de tianguis
y los coches, irían cobrando formas de líneas al costado del coche, mientras
yo, por la ventanilla, deduciría si habría ofertas que se me antojaran. La
dirección del coche de Dalina siempre se situaba sobre un mapa; mas que el de
su bolso, el de su mente. Ajenos pensamientos tendría ella con respecto a mí,
pero asumiría por aprender de nuevo; como un suave deslizar de cuerdas de
violín en un tango con un acordeón de fondo; que las imaginaciones de ella son
tan lejanas de mí como la noción de vida.
La
alcoba en que duerme Mitra se compone de un colchón, una mesa baja de madera;
donde coloca su computadora y se posa enfrente en cuclillas; una silla de
metal, la radio, pinturas en acuarelas, un espejo alargado, retratos y libros
apilados en el suelo. Nada lo distrae, y ahora se recuesta en su lecho, para
seguir pensando entre la tenue luz que la computadora emana mientras se va
apagando. Su vista se posa en el techo. En donde él piensa que está, pues ya no
hay luz.
-Vivo
en la privada de La Libertad; diría Dalina cuando le preguntara en dónde había
situado otra de sus direcciones para mandarle cartas- se dice Mitra.
Esa
dirección falsa que Mitra creó, no corresponde a la privada Cisne, a donde sí
manda las cartas y poemas, agregándole un dos y una A. Hay ocasiones en que el
polvoriento malevaje de la realidad se oculta en las cavilaciones. La situación
que inunda al joven puede mostrar la inevitable doble negación que se convierte
en afirmación, pues ni él menciona la verdadera dirección de ella, ni confiesa
que insinúa lo que él contestaría si le llegaran a realizar la pregunta; pues
su hogar se ubica en el Boulevard de Las Lágrimas, y no en una privada.
Privado
de la Libertad se encuentra, y lo ha confundido por el domicilio real al que
manda cartas y al que contestaría ante la pregunta: ¿Dónde vives, Mitra?
-Es
muy cerca de aquí… Te preocupas tanto... Claro que sí, no digas que no… pero te
enseñaré a calmarte mientras tú me enseñas lo que sabes- contestaba Dalina a
Mitra, según él, ante las palabras de Mitra. La imagen cobra cada vez más
realismo en la mente de él, ya que agrega en sus respuestas que sólo sabe
dormir y soñar, y hacer poemas para ella-. Está bien, me enseñas eso… El camino
se borra del tiempo. Venimos por última y por primera vez. Como la vida.
Las
palabras tendrían algún sentido, pero no para Mitra. De nuevo se queda en el
vaivén entre lo que se dice, y lo que se quiere hacer llegar al interlocutor.
Sin darse cuenta, en su fantasía, Mitra recrea la realidad, donde su abuela y
su padre le decían frases completas, con un significado coherente, pero del que
se desprendían nuevas interrogantes. Pero en esto no se fija Mitra, por ello
continúa hablando, esta vez sólo en su mente porque se mete dentro de la única
cobija para preparase a dormir:
-Luego,
un pendejo seguiría un hijo de puta, y sus palabras sonarían bellas al decirlas,
sorteando entre varios automóviles. Ya llovería a esa hora en que estuviéramos dentro
del coche. Ebrio, me hundiría en el asiento para reír de lo que dice Dalina a
los transeúntes:
-Adiós
muchachos… la jueza de sus destinos se acostumbra al mandato de su imaginación.
No lloren mi partida, me acompaña la muerte, como a todos. ¿Qué?... no, lo tomé
prestado… Sí, me gustó cuando lo vi estacionado en el centro y me subí. Batallé
con los cables, pero lo bueno es que no es un modelo reciente. Las botellas
también salieron de mi casa, como yo. En el maletero tengo una canasta con
berenjenas, tomates, piñas, sandías, pepinos, jícamas y betabeles… Claro, me
acordé de ti y puse un par de limones, dos saleros, y un frasco de chile en
polvo. En el fondo, sí pensé en ti al ir envolviendo con el celofán transparente
la canasta. Fui a buscarte al Boulevard de Las Lágrimas, pero con la tristeza en
su rostro, del inquilino del uno dos, supe que te encontrarías en el teatro Cara
Doble, en el concierto de jazz y blues. Eres predecible en cuanto a gustos…
bueno, tienes razón, me invitaste a que fuera contigo. Sea como sea, ya estamos
juntos, ¿no? ¡Hasta la frontera del mundo! Para empezar, abre la tercera
botella que siento seca la garganta... Sí, no me importa que fumes en el carro;
no es mío… Bájale a la ventana, pero lo suficiente para que no se mojen las
cosas… Ya sé, mejor pásate aquí adelante conmigo, que las maletas vayan atrás.
Mitra
lanza un bostezo, fugaz, entre las palabras de Dalina, y recuerda que los días
lluviosos suele darle mucho sueño, y que descansa completo en las horas
húmedas. No se detiene ni ahonda en su memoria sobre días lluviosos, sino que
surgen más imágenes en su mente, como si su fantasía cobrara vida propia y no
rigiera mas que en sí misma, sin ayuda de Mitra. Ahora la realidad logra
permearse en su fantasía:
-Al
detener el coche, con las dos puertas abiertas, yo me encargaría de hacer los
cambios necesarios, esperando que la lluvia debajo de la noche no me enfriara
el cuerpo. Al cerrar ambas puertas, a su lado finalmente, pondría atención en
su forma de tomar el volante con una mano, mientras la otra se sostenía entre
su pierna derecha, sin vello, al avanzar de nuevo. Me darían ganas de morder su
muslo, o de acariciarla para deducir si se rasuró o depiló, pero decidiría
seguir fumando. Vería que el odómetro mantenía al nueve a punto de convertirse
en cero, asomándose un círculo por la rendija. Mis ojos, al mirarla al rostro,
le dirían: Gracias por sacarme de la ciudad. Y mi voz añadiría: Vamos muy
rápido, hay que bajar la velocidad un poco y comer algo. Ella respondería a mis
plegarias con: Este es un buen lugar, saca la canasta del maletero. Y lo diría
al estar sobre las montañas al este que flanquean la ciudad, y desde ahí se
vería la ciudad a lo lejos, bajando la carretera. Detenidos finalmente, la
mirada de Dalina se posaría en mí al sacar un tomate, y esa mirada diría: Abrázame,
que tengo frío. Con un poco de tomate, sandía, limones y chile en polvo,
habríamos sorteado lo poco de hambre, y las finas gotas de lluvia se
transformarían en grandes torrentes desde las nubes. Ya dentro del coche, el
vaho de la respiración se pegaría sobre los vidrios; nos veríamos, se acurrucaría
en mi hombro, y diría: No hay que dormir esta noche, porque tenemos mucho
camino por recorrer. Mi mirada posada en su cabello contestaría: Sí, no hay que
dormir, mejor tarareamos canciones de jazz mientras hacemos el amor. Luego mi
voz añadiría: Me gusta la noche y no dormir en ella, pero se me antoja seguir
tomando del vino que trajiste. Ambos sentiríamos que no importaba en qué lugar
estuviéramos, sino que bajaríamos del coche para brincar bajo la lluvia. Ella
me mostraría sus muslos brillantes y mojados, y yo levantaría la mirada al
cielo. Todo es calma, todo frío, todo es estar en donde queremos; pensaría en
mi mente, viéndola de reojo para que no pueda notar que la admiro más allá de
sus ocurrencias. Cerca, subiendo la colina más próxima, habría un camino de
setos y olmos, por el que nos iríamos a caminar porque la lluvia escampaba
leve. Debajo de la lluvia, la abrazaba al caminar rumbo a los setos. Algunos
caracoles cruzarían el camino, sorteando entre hongos de colores y el
fosforescente y brillante recorrido detrás de ellos. Vamos a comer hongos y
caracoles; en voz de Dalina. Yo, como hasta entonces, le daría la razón y los
comeríamos. El viento, el frío, la lluvia, la noche, el alma dentro de nuestros
cuerpos; era abandonada entre las imaginaciones del instante. Después
tendríamos alucinaciones sobre conciertos, sobre fronteras sin tango, cafés
amaneciendo, cervezas, cigarros, café Amanecer, Paté de Fuá, vino, conciertos
en teatros, el Boulevard de Las Lágrimas…
Más
noche Mitra se queda dormido, hablando entre la vigilia y el sueño.
2
La
decepción de un final, el ser serio, la eterna tarea de levantarse de la cama; es
lo que me embarga. ¿Cómo decirle a Dalina lo que siento? Podría escribirle
algo, y luego decir adiós. Esa despedida me alejaría de un sueño al despertar;
el de saber y escuchar lo que ella piensa de mí. ¿Escuchará lo que le diga
entre sus ocurrencias? Lo que recuerde del viaje se le vería en la sonrisa. ¿Me
raptará en cuanto me vea?... Tengo dudas, y creo que siempre las tendré esta
noche del alma. No me acompañó al concierto.
Son
las palabras que tiene la última hoja escrita en la libreta que Mitra ve al
despertar. Es la libreta del día anterior, lo reconoce por el color rojo en su
pasta. Sabe que es su letra, pero no entiende por qué lo escribió.
Mirando
en derredor deduce que en su alcoba se encuentra; en ocasiones se confunde y
piensa que está en la casa de su madre, de su padre, o de un desconocido. La
idea de abrir los ojos y reconocer los artículos le reconforta. Sabe que cuando
coloca su cuerpo en otra posición, digamos con la cabeza en donde usualmente
pone los pies, es cuando le extraña despertar, pero hoy no es una de aquellas
ocasiones. Tienta su cabeza, y a lo lejos escucha el tañer de las campanas en
la iglesia San Antonio de Pascua. Remueve los dedos entre los cabellos. Se
incorpora después de un rato, aplazando la tarea diaria lo más que su estómago
resiste. Tiene hambre. Se coloca frente a su imagen, viendo que de nuevo durmió
vestido. Sin asearse o acomodar su cabello, sale del cuarto, cerrando sin hacer
ruido la puerta blanca de madera. Bajando por las escaleras; sin encontrarse
con la casera; le vienen a la mente un sinfín de cosas que soñó, incluso las
ocurrencias del día anterior. Al salir del edificio, junto al Boulevard de Las
Lágrimas, rompe el equilibrio de su cuerpo para recuperarlo, lo vuelve a
romper, hasta que ese desequilibrio controlado lo dirige hasta la tienda. Viste
un pantalón de mezclilla roto en las rodillas; zurcido por él; playera verde
desteñida, una ligera chamarra de algodón, y zapatos deportivos azules. Como
los días han estado húmedos, no ha lavado su ropa cada tercer día como suele
hacerlo. Tiene otros dos cambios, pero se empeña en vestir igual. Frente a él
una mujer gorda avanza en la misma dirección pero más lento. Del otro lado de
la acera un señor calvo barre el pedazo de banqueta frente a su casa, con el
mango bien agarrado. Mitra alcanza a ver que el viejo ha mojado con
anticipación el suelo, y piensa que aquello se repetirá día a día, sin que la
costumbre asimilada a fuerza de querer domesticar los elementos, diluya su
ánimo. Las fachadas en los edificios de la avenida son de color pastel,
incluyendo pormenores pintorescos. Las rejas, del setecientos uno, son de color
verde, mientras que el piso inferior es de color rojo, y el superior en azul.
El balcón del setecientos tres es color amarillo canario, y los marcos de las
puertas y ventanas es blanco. El estilo de estas dos construcciones nos
proporciona una idea de cómo serán las demás casas y edificios; pero sólo en el
tramo que comprende el barrio Los Olvidados, que abarca la cuadra en que se
sitúa el edificio Violeta, donde vive Mitra. Las casas del otro costado del
boulevard son en tonos grises, cafés, o simplemente compuestas de ladrillos,
muestra de que no han sido enjarradas. El edificio Violeta es el único de seis
plantas en el boulevard, resaltando de los demás. ¿Podría comprenderse que, los
habitantes del edificio y del barrio Los Olvidados, al ver hacia a fuera por la
ventana y encontrarse las construcciones grises y cafés o sin enjarrar, les da
un sentimiento de vacío, de tristeza, sin reconocer que sus propios hogares son
los coloreados, y por lo tanto, los menos desdichados del páramo? Es fácil
observar hacia afuera, pero no así al revés.
Dos
cuadras después, dentro de la tienda, Mitra compra una cajetilla de cigarros,
ve un periódico y lo incluye, y detrás de éste agrega una revista de chismes.
Al salir, se da cuenta por el periódico de que es veinte de Junio. Reconoce al
ejército en una fotografía de la revista, justo en el instante en que la tira
en un cesto de basura junto con el periódico.
Al
regresar a casa, se pone a escribir en la computadora…
3
Como si los
fuegos, la ceniza, y el humo ondeando en el aire, estuvieran dibujando mis
pensamientos, resumo en la mente algunos encuentros con Dalina. Quería
prometerle que todo lo que habíamos pasado juntos no lo olvidaría. Nada me
haría perder detalle de cuántas veces le vi encender en sus labios un cigarro;
el cómo acercaba la cerilla o el encendedor, sosteniéndolo entre sus dedos
delgados, con uñas cortas; la forma sutil de aspirar y expulsar el humo; el
lento giro de su cuello para mover el cigarro de su boca a sus dedos. La veo
sentada en las escaleras del cerro Azul. La veo recostada sobre su costado
derecho en el pasto, tomando en su mano un diente de león, pidiendo que yo
soplara en él. Veo cómo se ríe del periódico, anunciando la boda de una pareja;
ella es joven, él es casi anciano. La puedo ver, y al humo que ondea en el
aire, sin ser presa del viento. Ambos pasábamos el tabaco que llevamos en esos
encuentros. Quisiera que estuviera aquí.
Mi
cigarro se sostiene entre mis labios, y está quemándose por la mitad. Es en
este momento en que recuerdo las circunstancias que nos han rodeado. Decir que
la conozco, es situar una palabra para denotar que sé de ella, pero la cantidad
me es incierta. Podría decir que sale conmigo, sin embargo, no sé si le gusto o
si en verdad ella está ahí. Tal vez le agrado; sólo eso. El recordarla, en esta
hora en que los rayos difuminados del sol entran por la ventana de mi
habitación; la habitación que llamo hogar, casa, en que paso el tiempo en una
ciudad distante a donde nací, en la que vivo, a la que llega mi ser, el que
recibe dinero de su madre en una cuenta de banco; me trae una sensación a la
que me acostumbro en cuanto la distingo. Dalina, ¿sabrás lo que he pasado hoy,
justo en este momento? ¿Sabes lo que siento? ¿Conocerás lo que me embarga? De
nuevo tomaré la pluma y la libreta en que escribí en el café Amanecer, para que
la luz de mis ideas te alcance en otra de las tantas cartas que te hago llegar.
La dirección será la misma que la última carta que te escribí. No te imaginas.
Si supieras. Hay ese algo. Llega, lo reconozco, me invade, me consume… Dalina,
¡Dalina! ¿Qué siento?
Mitra
deja de escribir en su computadora. Acerca la libreta, la abre y escribe. Sale
de la habitación un instante. En su regreso, trae un plato con frijoles y queso
rallado encima; lo extrajo de la cocina de la casa en que está su alcoba. En el
Violeta paga el alquiler a una anciana dueña del piso cinco, dejando que Mitra
se prepare de comer, por ser parte del trato. El alquiler incluye el agua
caliente, lo que no significa que siempre suceda al girar el grifo. De nuevo
frente a su computadora, come y observa las respuestas que sus contactos le
mandaron sobre su pregunta: ¿Qué es la hoja que cae sin viento? Cada frase se
agrega a la anterior, formando un rompecabezas de ideas en un mismo documento.
Se le hace interesante la multitud de situaciones que dicha pregunta evoca en
otras personas:
Es saber que el chiste que escuchas es gracioso, pero no
puedes reír. Como caer al fondo sin lugar para caer. Es no encontrar hogar
dentro de casa. Ver desvanecerse el humo y la ceniza, con la seguridad de llevarse
el hálito. Es temer a una sonrisa, o como caminar solo cuarenta kilómetros por
la carretera de madrugada. Sentir el balanceo al caer sería escuchar Sinatra
comprendiéndolo. Ver que la senda es recta, pero que vas de una orilla a otra,
con la embriaguez de sentir cada choque. Es acostumbrarse a no ver árbol de
Navidad, Nacimiento, ni velas sobre el pastel. Es hacer las paces contigo, pero
querer ser diferente. Es querer decir lo que piensas de la persona. Es como
acariciar la agonía dentro de la melancolía, rodeado de las sombras del vacío;
oscuro, helado. Es bailar solo una sonata que aborreces con el alma; con lo que
crees que sigue contigo. Extender el momento antes de decir adiós, sabiendo que
el adiós es para siempre; así es cuando llega. Como recuerdos acartonados y con
colores desde la repisa, sabiendo que fuiste, hiciste, deseaste. Es la
invisible salvación de colocar un nombre a tu presencia, el que pondrías en el
recuadro sobre tu dirección en el formulario. Es pensar que la mente se detendrá
un instante, donde buscarías respuesta al por qué lo sientes. Es errar de aquí
para allá, sin que el destino sea el escogido. Movimiento descendente con
oscilación infinita. Es ver los años en el espejo, sin que te recuerdes. Es ver
que no hay rollo, y salir del baño con un calcetín menos. Sería pedir la
cuenta, ansiando que lo que saques del bolsillo esta vez no sean pelusas. Es
querer contestar las propias preguntas. Coleccionar estampillas por décadas,
sin haber conocido una persona para mandarle cartas; así es. Es querer alargar
la noche como cuando arrastras los pies por la mañana. Es tener una cuenta en
el banco, un coche, y crédito en las tiendas. Ver la suavidad de la neblina en
invierno; la lluvia de la tormenta por la tarde en verano; oler el perfume del
clima al pasar en primavera por la florería; rozar con la mano las hojas
marrones del otoño, sin poder describirlo o compartirlo con nadie. Sería
sonreír ante el televisor, observando la película que te recuerda la persona,
sin que te acompañe y escuche tu comentario. Es comprar el seguro de vida sin
que exista persona para poner en el recuadro de beneficiario. Un paso tras
otro, y los latidos se suceden entre sí. Terminar de lavar el coche y que
empiece a llover. Es vestirse de seda brillante, fina, sin invitación a ningún
lado. Alguien lo describió como tener más vacío el refrigerador que el
estómago, pero yo digo que es tener por cama la playera de todos los días. Es
no poder arrojar lágrimas al recordar. Tener la boca con sabor a gasolina. Encender
el cigarro por el filtro. Es regar todo el año las fucsias y rosales, para ver
cómo se marchitan. Es oír: Tío, papá, abuelo. Es comer postre. Decir que el
Niño Dios no existe. Es barrer y trapear cada día impar de mes. Encontrarse con
el tráfico cuando tienes necesidad. Ver los inquilinos diurnos de las esquinas
de bulevares. Es despertar; terminar de soñar. Estar sobrio. Ver las parejas
desentonadas caminar de la mano. Que al abrir el grifo de la regadera, no salga
agua con el cuerpo enjabonado. Es hacer planes. Tener salud y no ir a ningún
lado, porque no se antoja. Es ver estrellas fugaces. Es escuchar Mister
Sandman, y no dedicarla. Es tener en el oído los sonidos de repique. Volver a
escucharlos. Es ver salir el sol. Es ver un noticiero en alemán. Es que la
noche te entienda y tú a ella. Es como ver un ovni. Ser fan de un cantante
muerto. Es que la plancha se descomponga el día de tu boda. Es ir con la
persona, pisar suave y recordar que no te lavaste los dientes después de los
tacos. Que Roberto sea Roberto, que Ricardo sea Ricardo, mientras tú eres el
cuento de hadas en el blog. Es que el cheque se retrase. Vivir eternamente. Ir
al buzón y sólo encontrar facturas y volantes. Es recordar las palabras, pero
no el timbre de voz. Es no haber visto la mujer fea que se convirtió en aura,
la que marchitó el árbol frutal en el rancho del abuelo. Que te sientas Agustín
Lara, y no haya María Bonita. Es entrar en un hospital sin estar enfermo. Es no
poder meter la llave, por más que trates, en la cerradura. Es tomar vino tinto
solo, o como tomar whisky con refresco. Es meter la mano en el bolsillo y
encontrar un agujero. Que te rechacen la tarjeta. Es, que en verdad se llame
Soledad. Que esté prohibido fumar en los bares. Decir por favor, y no escuchar
gracias. Que se te olvidó tomarle el brazo para cruzar la calle. Que el saco
que le prestaste sólo huela a cigarro. Que el único libro en la casa sea de
Cohelo, o de Joan Brady. Esperar una cita retrasada. Que hablen en el cine, o
que se rían al terminar de leer los subtítulos. Que hasta el celular te diga
que no tienes dinero. Escuchar que un niño diga: Ya comí, con eso tengo hasta
la próxima semana; y que sea sincero. Es un calambre. Que tu pareja de baile se
la prima conocida. Es ver a un mago. Es entrar y salir por la puerta con el
anuncio de Salida. Es no poder fumar cerca de donde diga inflamable. Es toparse
con esos anuncios más de una vez. Saber de antemano la respuesta de la
pregunta.
Mitra
ha leído las respuestas. Algunas le sorprenden por parecer que él pudo haber
dicho lo mismo. Comprende que la situación es similar. Termina la mitad de su
platillo, y agrega su propia respuesta al correo electrónico:
Oír ecos de la hoja que se arruga con los trazos de pluma.
Leer lo que has escrito. Es ver cada partícula de suelo sobre ti, con cada
pala, con sollozos de fondo, pensando en por qué no se lo dijiste.
Terminando
de comer, acerca su pluma a la superficie blanquecina de la libreta para
transcribir el correo y lo titula: La hoja que cae sin viento; para colocarlo
en el buzón ese día, por la tarde. A esas dos hojas agrega una cuarta y una
quinta, hasta completar seis.
LA
HOJA QUE CAE SIN VIENTO
Dalina
mía:
Junio 20, 2010
Ayer
fui a un concierto de jazz, pero la verdad, es que se arremolinaban distintas
corrientes de música, entre ellas tango y fox trot. El grupo era Paté de Fua.
Te los recomiendo. Se suponía que debí ir con mi madre, pero hubo incidentes
que provocaron mi estancia aquí. Durante la tarde vagué en busca de los dibujos
perdidos, los que me contaste que habías comenzado a coleccionar. Según tú, son
carteles de funciones de cine y teatro, creados hace un siglo. Reconozco que,
como mencionaste, encontrarlos es sumamente difícil. En la callejuela
Revolución ya hice fama en las galerías. No, joven, no sabemos a lo que se
refiere; me contestaban. Imagínate la impotencia que me dio al escucharlos,
como si no supieran los pormenores de su oficio. Bueno, seguiré buscando en
otros lugares, tal vez en bazares y tiendas de antigüedades. Ahora que lo
pienso, debí empezar por ahí; si son tan antiguos, qué hago en lugares modernos
donde los pósters de rock rigen al por mayor.
Te
cuento que ayer también me pasó algo raro. No sé describirlo, pero lo haré lo
mejor posible. Vi mi radio. Vi la computadora. Vi el espejo, y lo único que
reconocí como propio fue mi pensamiento. Extraño, ¿verdad? No creas que ha sido
la primera vez que me sucede. Al levantarme, vi por la ventana y era de noche,
lo que me hundió más; ya que recuerdo haber dormido de noche. ¿Cómo saber que
al despertar de noche, y recordar que dormí de noche, no me estoy situando en
la misma porción del tiempo? Bueno, sea como sea, reconocí que era otro día.
Sin embargo, el cuerpo no se adhería a mi espíritu, las palabras que en mi
mente se estructuraban se componían de nombres de lugares en donde estuvimos, y
las imágenes de ellas no correspondían más que a lugares diferentes. En
resumidas cuentas, si el nombre del cerro Azul aparecía, la imagen era de un
río rodeado de sauces, en donde no se podía percibir el cielo. O si el nombre
era de la pastelería Ambrosía, en lugar de ver los refrigeradores con los
bocadillos en su interior, la imagen era de un desierto ondulado. Armar lo que
aconteció me estremece ahora que te lo digo. Sólo una palabra se correspondía
con cualquier imagen que le pusiera; aunque no lo sitúo al lado de tu
presencia; y era: Tristeza. Era como si las fuerzas huyeran del cuerpo,
provocando que se desvaneciera sin caer al suelo. Sabes, creo que el alma de la
abuela quiere el luto correspondido. ¿Te había contado de ella? Mira, sucedió
así. Estaba preparándome para ir a trabajar en el restaurante mexicano después
del bachillerato; uno que ya no existe porque quebró; el día estaba despejado,
el viento surcaba las calles levantando el polvo. De pronto, al colocarme los
zapatos, escuché que mi hermano decía que me hablaba mi mamá. Según él, la
abuela no respondía. Se me hacía extraño porque, a qué se refería; acaso le
hablaban y ella no contestaba y prefería callar, o simplemente la cacheteaban y
ella sin separar los ojos del santo al que se encomendaba. Sea como sea, no le
dije nada a mi hermano, Gabriel, y lo seguí hasta la casa contigua, donde vivía
ella. Al llegar, vi a un primo sosteniéndola, pero ella estaba tendida sobre
unas almohadas en el suelo. Mi madre, hincada, junto a él. Ambos la movían y mi
mamá decía: Mamacita, mamacita. Mi primo agregaba: Abre la puerta para que
entren los paramédicos. En este punto me fui acercando. Sé que no te había
contado de mi curso exprés sobre primeros auxilios. Me lo dieron en el
restaurante, por aquello de que algún cliente estuviera bajo la situación de
requerirlo. Lo primero es colocar al inconsciente sobre el suelo, en una
superficie dura, y no como la abuela estaba; sobre almohadas. Me hinqué junto a
ella para revisar el pulso; que es lo segundo, seguido de verificar si respira.
La arteria femoral es el mejor punto, se sitúa en la pierna cerca de la
entrepierna. Ahí mi primo continuó gritando más fuerte que me fuera mientras él
la sostenía, manteniéndola de costado. La abuela tenía los ojos abiertos, la
lengua por fuera, y no parecía reconocer que estuviera en su casa rodeada de la
familia. Cuando quise verificar si respiraba; ya que vi que no había pulso;
escuché; primero; que mi primo se desesperaba y mi mamá le hacía segunda,
luego, que la garganta de la abuela pronunciaba un sonido que me fue descrito
por un amigo. ¿Qué sonido? Ahora te digo. El abuelo de mi amigo estaba
moribundo en el hospital, y esa noche le había tocado cuidarlo. Estando a su
lado, se acercó a su abuelo porque las máquinas decían que la vida se alejaba
de su cuerpo. El oído cerca de la vista, posados junto al moribundo, alcanzaron
a oír; palabras textuales: Como agua que se va por el resumidero.
Bueno,
esa es la situación que mi amigo dijo, y fue lo mismo que escuché desde la
abuela. “Como agua que va por el resumidero”. ¿A qué se debe? Lo desconozco.
¿Estará en los libros de histología o de tanatología? Debería. Ese es el sonido
de la muerte, que no se te olvide. Pues eso es lo que me dije: “Mitra, ya se
fue. Ese es el sonido de la muerte”. Según quien me enseñó primeros auxilios,
con el RCP incluido, contó que si alguien ya no tenía pulso ni respiraba, era
posible resucitarlo, sin embargo, con el paso de los minutos es más riesgoso,
no porque no se logre; de que se logra se logra; sino porque regresa sin las
mismas habilidades. Se refería a que al no tener oxigeno el cerebro, algunas
zonas se atrofian. Yo no quería que la abuela fuera un pedazo de abuela; o completa
o nada. Así que me retiré de ahí. Vi llegar a los paramédicos, y fui el único entre
los presentes; curiosos de rigor y familia; en saber de la incapacidad de
ellos. Le dieron el RCP sobre las almohadas. ¿Puedes creerlo? Siendo
paramédicos y realizando el procedimiento mal.
La
abuela murió. Al día siguiente la enterraron. Estuve velándola por la noche,
pero no fui al sepelio. Me había enfermado por haber pasado la fría noche sin
abrigo a su lado. Indispuesto y con un boleto de viaje al siguiente día, opté
por mejorarme. Sabía que la estarían enterrando mientras yo escuchaba la radio
en mi casa; la de mi mamá. En el trabajo supieron, y comprendieron que ya no
volvería, pero mandaron decir que contaba con ellos; los dueños y empleados;
para lo que se me ofreciera. Hasta me dijeron que si volvía a casa, podría
trabajar de nuevo ahí. Me fui del pueblo. Llegué aquí. En esas horas acumuladas
ninguna lágrima se quiso asomar por mis ojos. Pensé largamente si mi actitud
era la correcta, o cómo debí comportarme. No lo sé, pero supongo que si en el
momento no llegó, no había por qué persuadirme. Su vida terminó, sin sufrir. La
causa fue un paro múltiple. Todo termina en un instante. ¿Cómo les gustaría, a
los que lloran, que hubiera muerto? Esa es la pregunta que quise hacer, pero ya
no me importaba nada.
Mi
mamá lloró los siguientes días, lo supe por las cartas que Gabriel me mandó. Se
culpaba por no hacer nada. Hubiera querido decirle que yo debí sentirme mal y
llorar, ya que no la resucité, pudiendo. Pero más que nada, decirle que mi
primo y los paramédicos eran los delincuentes, los maloras; como decía la
abuela; pues ellos se interponían ante procedimientos lógicos ya establecidos
en tales circunstancias. Es por ello que creo que la abuela me pide que me
entristezca. Si no es ella, será algo desconocido dentro de mí con respecto a
dicho acontecimiento. Somos los recuerdos, y éstos yacen en las personas que
nos rodean; salen cuando menos te imaginas. Lo inesperado de ellos nos empuja a
sentir y caer bajo el influjo de su aura. Se puede vivir sin poner atención,
pero la atención que se debió colocar toma la forma de un sentir que se asoma
sin aviso. Eso es lo que llamo el más allá; que bien puede llegar de muertos o
vivos.
Antes
de que la abuela muriese, me dijo unas palabras que no comprendí. Te las diré
para que cuando te vea o me escribas, respondas lo que ellas te dan a entender,
ya que es una cuestión que me absorbe: Aléjate de la hoja que cae sin viento.
Dalina,
estas veloces palabras llegan, y la lluvia no cesa por fuera. Es extraño ver
los rayos de luz reflejados desde la luna y ver llover fuerte, recio; como
sueles decir. No sé cuánto tiempo en realidad ha transcurrido, pero hay unas
ganas enormes de tener música. He decidido acercarme a la radio, o poner un
disco de jazz, sentarme en el suelo, encender una vela, y ver por la ventana de
mi cuarto, para ver si alcanzo a percibir las ideas que de seguro te vendrán en
este momento, porque las que vienen a mí no logro establecerlas.
Mitra
ONDAS
EN EL AGUA
Dalina: Junio 15, 2010
Mientras
la herida se cura, vuelvo a ser la mitad del rumor del ayer. Mi padre tenía un
arma en el buró de su alcoba, y con ella se fue de la casa. Hay quien dice que
es una voz en la cabeza, pero no lo es. Parece que una imagen toma vida dentro
de mí, como una sombra en la memoria, y ello fue lo que me sacó del cuerpo para
tomar el control. La imagen se diluía en el día, pero por la noche apareció.
Son
palabras conocidas las que tienen significado en esta hora. Dolor, agonía,
soledad, lágrimas, ausencia, abulia, melancolía, vacío, extrañar, silencio tras
silencio. Llevas la voluntad del hombre que fui. Sin embargo, mientras caen las
gotas de lluvia, no tengo un lugar donde estar. Creo que quise extender el
momento antes de sentir esto, pero fue más veloz que yo y me alcanzó.
De
fondo la música resuena dentro de la alcoba. Me acompaña lo que estuvo con la
persona que nunca conocí en persona, pero que su obra me fascinó. Cada respiro
se detiene en mi garganta. Lo sé, mis suspiros continúan saliendo con tabaco.
Las rodillas del pantalón muestran el desgaste y la infructuosa labor de
mantener unidas las fibras. Mi pecho está desnudo, tanto como mi alma. El
cantante que escucho alarga la E, explicando que los arcoíris suelen salir
cuando la persona está presente. Los días de diversión se han ido, así como los
amigos que conocí, con los que conversé por teléfono alguna vez. Se puede
resistir más de una vez esta sensación, hasta que los nervios acumulen lo que a
veces estoy seguro que no pueden contener más.
No
digas gracias como lo dijiste cuando te hablé en la pastelería para saber cómo
estabas. Recibí tu carta, comentaste, y me quedé en silencio. Esta carta es
diferente que la anterior. Lo lejano se encuentra cerca cuando el pensamiento
vuela. Espero que el día de tomar una carretera para partir se acerque.
No
estoy para obligarte a escribir o pensar en mí, estoy aquí porque me obligo a
dejar de pensar escribiendo. Las paredes del edificio contienen dentro lo que
los hombres suelen llamar mi hogar. Los vecinos que tengo son lo contrario de
mí ahora. Ríen sentados en sillas de plástico sobre el balcón. Los jóvenes
tocan guitarra. Las mujeres cantan. Y yo sostengo la pistola de mi padre entre
mi mano y la sien derecha. Quiero ser el viento, fundirme en éter para mover la
superficie del océano y provocar ondas sobre el agua. Un chasquido seco me
recuerda que las balas reposan sobre el buró de mi alcoba en casa de mi madre.
Mitra
RAICES
AL CIELO
Dalina de
labios rosa: Junio
18, 2010
Hoy
vi un radio-reloj con forma de esfera, te dije; al igual que hablé de que en un
tiempo sería una reliquia antigua, y que te lo compraría para ver el paso del
tiempo. Creo que la reliquia sería yo, para el momento en que decidieras
tirarlo. Luchar contra el tiempo es batalla perdida cuando se desea permanecer
intacto. El flujo de los acontecimientos indudablemente nos provoca un
movimiento lejos de la posición anterior. Me pregunto cómo sostener dentro de
mil años la idea de ser uno mismo. Es imposible, pues la inmortalidad es ver
morir seres queridos. No quiero perderte, Dalina. Olvido y tiempo van de la
mano, por ello te escribo cada vez que el impulso de mis pensamientos cobran
una magnitud incontenible.
He
terminado las clases, y los exámenes. Aún así, queda un resto de la confusión
por no haber recibido noticias tuyas. Dalina, anduve por las calles; mi cuerpo
se hastía de hacer lo mismo todos los días: Comer, dormir, respirar. Por ello
espero con impaciencia la noche, pues en ella todo es mejor. “Incluso las
noches son mejores”, dice la canción, claro que el contexto, sobre ti, es una
casualidad. En mis recorridos por la tarde caminé por la avenida de la universidad.
La costumbre de mi despertar es seguida de la ruta hacia ella, creo que por eso
tomé dicha dirección. Pero lo impresionante, fue ver un lago nuevo. ¿Puedes
creerlo? Totalmente nuevo. Mi vista sin crédito ansiaba que la memoria, los
cálculos, la lógica y la superstición, se conjugaran para dar respuesta al por
qué lo encontré. Nuevo, un lago nuevo. Así que entré por la puerta en donde lo
encontré. La describiré como la entrada de un vivero antiguo, construida de
cantera y con adornos barrocos en la superficie. Del costado derecho, en el
muro, se situaba una escalera de piedra que conducía hasta una ventana
enrejada. Por lo tanto, no había manera de que las escaleras condujeran o
sirvieran de algo. Al ingresar, lo primero que se veía era el lago, con su
extensión hacia lo lejos. En derredor existían árboles centenarios: Olmos,
sauces, pinos, acacias, álamos, y plantas con florecillas rosadas. Cabe
destacar que las plantas crecían en los múltiples jardines, y algunas de ellas;
me fijé; no tenían flores, sino que su forma semejaba pétalos como estrella.
Alrededor del lago un camino, que parecía roca, conducía hacia las entradas; en
suma, tres. En ese camino existían bancas de metal pintadas de rojo. Lo
increíble fue ver un muelle, y sobre él, amontonadas, cinco bancas. Esto me
hace suponer que aún no terminan de acomodar los implementos de que llenarán el
lugar. He olvidado su nombre, pero es algo similar a: El ojo de agua del
Párroco. Sabes, me encantó el hecho de que hubiera escaleras descendiendo hasta
el lago. Eran varias a las orillas. Una era grande, las demás eran divisiones
de una misma escalera. Sorpresa para mí y gusto el observar que éstas se
diluían debajo del lago. La luz del sol provocaba que la transparencia del agua
le diera un toque especial a las escaleras de piedra. Es en ese lugar donde
inicié a escribirte, luego pasaré todo en limpio, porque desconozco aún si mi
letra es legible para ti.
En
fin, ese lugar es mágico; por decir algo concreto. Los días me suponen un
riesgo de equivocar el paso. ¿Por qué? Pues porque un paso en falso provocaría
que tome decisiones equivocadas, algo así como quedarse en medio.
El
lugar donde se encuentra el lago se ha convertido en mi refugio. Los sauces
milenarios serán las raíces al cielo que nutran mis letras hacia ti; pues
escribiré cartas para ti ahí. Desde hoy lo decreto. Ahí me iré a leer los
libros que me gustan, de los que te cuento en las cartas. Por cierto, ¿ya
leíste el de Pamuk? No sé si te fijaste que cada capítulo; bueno, los tres
primeros; inician con una frase concreta que denota de lo que tratará. Frases
como: Al día siguiente me enamoré. O la de: Leí un libro que me cambió la vida.
Es interesante el hecho que evade nombrar al personaje principal hasta la
cuarta quinta parte, y al nombrarlo, lo coloca como una suposición que el
lector debe hacer: Osman se presentaba a Osman; decía, o algo similar. Es
sorprendente su escritura. Ese turco sí que enseña cómo se debe escribir una
novela. No olvido que hace mención de las personas livianas, esas que se
asombran con horóscopos. Cómo evitar burlarse de quien cree en poder leer su
futuro, ¿no crees? De seguro te la pasas leyendo el horóscopo de los
periódicos, y yo diciéndote estas cosas. Anduve leyendo también el de Haruki
Murakami, de ese también te hablé. Aunque es directo a la hora de hablar de asuntos
sexuales, sin mencionar su explicita descripción, se disfruta y es
recomendable. El hecho de que al final no sepa dónde está y habla para decir
que volverá con la chica. O el hecho de que pone sobrenombres a los personajes,
y se refiera a ellos sin su real nombre, me parece de lo mejor. Que suave. Ya
te conté demasiado pero no lo suficiente para quitarle el sabor. Lo principal
en ese de Tokio Blues, es que gira en torno a una canción, la que destraba todo
el recuerdo. El otro día leí un cuento de Murakami que es de lo más cierto.
Aborda la cuestión de cómo acercarse a una mujer que ves pasar por la calle.
Todos los hombres nos encontramos con la duda, y no logramos responderla; a
menos, a tiempo. Quisiera que su idea se me hubiera ocurrido a mí, para poder
llegar y decir: Oye, sabías que por aquí pasó una pareja así y asá…
De
cualquier manera, el placer de leerlos provoca en mí una satisfacción personal,
y sólo puedo decir que debes leerlos. Te iré mencionando algunos libros para
que leas, y por qué no, también películas que debes de ver. Así comprenderás un
poco de lo que me sucede.
Mitra
QUESO
FUNDIDO
Dalina: Junio
19, 2010
He leído que cada onda sonora estremece el espíritu; pues
me ha conmovido I Found a new Baby, de Ken Robinson Dixieland Band. El
redoble de las escobillas sobre los platillos, la trompeta, el piano al inicio;
todo está acomodado para encender el ánimo. Es como si queso fundido se posara
en los frijoles, pero el queso son sensaciones ocultas, y los frijoles son mis
pensamientos. Sabes, comprendo a Scott Fitzgerald. Viajo a los años veinte. Si
quieres pasar un instante de dicha y gozo, te recomiendo esa banda. Uno de mis
autores favoritos lo he mencionado, y deberías leer ávidamente como yo sus
obras. Pero si de nostalgia se trata, I´m getting sentimental over you
es la canción. Y como el título dice; me pongo sentimental por ti. Dalina, las
cosas, esta noche en que escribo, se retuercen y me incitan a recorrer las
calles oscuras para encontrarte. El cuarto está pidiéndome acallar la música de
la radio. Ya no he prendido ni uso la computadora, ¿para qué, si prefiero
escribir en esta libreta de pastas rojas? De alguna manera las lecturas de
Fitzgerald, la radio con jazz, la noche, y querer decirte lo que pienso, me
provocan despojarme de lo moderno, para volver a encontrarme bajo las
situaciones presentes en décadas pasadas. Te diré que ya hasta me conocen en la
oficina postal. Bueno, aunque tenga mi apartado ahí; ya que no sabía si me
movería constantemente de dirección; la señora encargada me reconoce con una
sonrisa cuando voy. No sé su nombre, pero ella el mío sí; lo ha leído en el
formulario que llené y en las cartas que mando. El otro día que fui para
abastecerme de estampillas me dijo: ¿Vas a llevar de las nuevas con aviones
para tus cartas? Respondí que sí, pero me avergoncé porque supuse que
adivinaría el tipo de escritos que mando. En estos tiempos, cuando alguien
menciona cartas, lo primero que se le viene a la mente es el amor; siendo que
en ellas se trata cualquier tema, como si fuera una conversación. Claro que no
hay dialogo, sino monólogo.
Traje de un bazar un montón de libros que estaban en
oferta. Los iré leyendo mientras escucho la radio. De hecho, tal vez vaya al
lago nuevo del que te hablé para leerlos. Ahorita la música es de Sinatra. Su
canción habla de cómo lo trató el amor a lo largo de su vida; él no se queja,
aunque ya todas sus compañeras han desaparecido. Es triste saber con
anticipación que las cosas terminarán, y que en algún momento se comenzará de
nuevo la búsqueda. Me puse a pensar hoy en que al viajar por carretera se
percibe la cercanía de lo desconocido, avanzando hasta uno. Las pocas veces en
que me he adentrado por la carretera, parece que la soledad cobra una
intensidad mayor a la que estoy acostumbrado. Por ejemplo, los días anteriores
a hoy, estuve inquieto sin saber por qué. Iba de un lado a otro. Después, de la
nada, una alegría inició el recorrido a mi lado. Pude sentir los efectos que la
acompañan. El tiempo era placentero, dormía temprano, no sentía miedo a
despertar. Los sueños se componían de carruseles, bailes, fiestas y bosques. Sabía
que soñaba, y mi voluntad regía dentro. En una ocasión pude morir a manos de piratas,
pero los persuadí de que podía unirme a ellos, y me hicieron su líder. En otro
sueño sucedió que iba de la mano de mi novia; la del sueño, no sé si eras tú,
no vi su rostro; rumbo a una fiesta. Ya habíamos comprado cigarros y cervezas.
Era de noche y hacía frío. Condenados a sentir los efectos del viento sobre el
cuerpo, ella se tomó de mi brazo, lo que agradecí interiormente porque también
sentía helado el cuerpo. Avanzando, deduje una presencia detrás de nosotros. Le
dije a ella que caminara sin mí hasta la fiesta. No, no me quiero ir sin ti;
contestaba. Mis intentos por alejarla del peligro inminente fueron
infructíferos. La presencia se posó delante de nosotros. Sus contornos
mostraron ropa holgada sobre un chico de mi edad. En sus ojos reconocí mi
rostro, la mirada era la furia que evado, y su voz habló con mi voz: Cáete. No
se refería a que me tendiera al suelo, sino a que le diera los objetos de valor
que traía. Sujeté a mi novia y le dije al Mitra de ropa holgada que no tenía
dinero. Él estiró su brazo, y su puño golpeó mi abdomen. Aún así le dije que no
tenía nada de valor. Él retrocedió tres pasos, y en su mirada la furia se tornó
en sorpresa. No sé si se sorprendió de mi valentía, pero sé que estaba
estupefacto. De pronto, nuevos sujetos nos rodearon. Tenían el rostro cubierto;
excepto los ojos; con una pañoleta. En total mis contrincantes eran cinco. Se
me acercaban, los alejaba, forcejeos, golpes, hasta que les dije que mi novia
no era para ellos. Me contestaron que no les importaba. Está bien, qué quieren;
dije. Túmbate; fue la respuesta. Saqué mi celular y se los di, agregando que ya
terminara ahí todo. Pues nada, que aún molestaban. Entonces saqué un billete
del bolsillo trasero y lo entregué en manos del Mitra testarudo con ojos de
fuego. Ahora sin celular y sin billete, supe en el sueño que mi novia era el
siguiente ítem. Para la pelea quise quitarme la camisa, y al irme desabotonando
vi sangre en mi abdomen, manchando la camisa blanca. Maldita sea; pensé; me
navajearon. Preparado para lo inevitable, de un lugar desconocido apareció una
voz: Alto, es compa mío. Luego un niño de este tamaño; me refiero a que su
altura se encontraba justo en el punto de la mancha de sangre; me rodeó con su
brazo. Los cinco Mitra retrocedieron cuatro pasos, navajas en mano. El niño me
dijo: ¿Verdad que eres mi compa? Aunque no lo conociera, dije que sí, que
éramos compas del alma. Los cinco Mitra, miradas de hielo, se disculparon. Les
dije que eran chingaderas, que miraran cómo me tenían; señalando la mancha de
sangre. El niño de este tamaño me preguntó por lo que me quitaron. Después de
numerar el celular, un billete y mi valor, el niño pidió mis cosas y se las
entregaron para que me las diera. Lo siguiente que recuerdo es verme alejándome
del sitio, que los cinco me veían partir y yo a ellos, pero todos nos vimos
partir de espalda. Mi novia seguía en mi brazo, pero no supe qué fue del niño o
quién era.
Te digo que nada
se compara con un sueño. Es de lo más exquisito que los hombres pueden
saborear. Sin embargo, hoy que leí un poema de Sabines, quise escribir poemas e
imbuirme dentro del estado mental propicio. Veía el cielo, los caminos, las
piernas de las personas, sus zapatos, los collares de fantasía en las niñas, y
todo lucía celestial. El espíritu me empujó a sentarme sobre la superficie en
que suelto las bridas del pensamiento. Estando en mi alcoba, decidí ir a la
azotea. Los edificios de la ciudad me atraían más allá de cualquier amante que
he tenido. Quería crear alas de papel e intentar lanzarme por un costado del
edificio Violeta hasta alcanzar las casas multicolores y de fachadas de
ladrillo, pero la melancolía me lo impidió, y comencé a escribir poemas. En
total fueron dos. Y es ahora que te digo: La tristeza me invadió. Está dentro
conmigo y convivimos. Tierna y suave me platica lo que imagina. No quiero
dejarla, pero quisiera dejarla. Es ella lo que me ha enfermado en delirio, por
ello, ya no escribo en esta carta.
Mitra
P.D.
Me gusta el olor de la tinta cuando escribo una carta larga.
UNIENDO GUITARRAS
Dalina corazón de pollo: Junio 21, 2010
Hoy
recibí un paquete en mi alcoba. Sus proporciones y peso me hicieron creer que
se trataba de cascuichas y calendarios acumulados. Pero al romper el papel
revolución, vi que un tal Octavio dejó una caja con botellas de vino y cigarros.
Tenía una nota junto al paquete de cigarros; treinta cajetillas en total.
Decía: “Mitra, gracias por las palabras. Dejo un regalo para que renueves los
inviernos que te traiga este verano. Amigo, has tenido prudencia al evadirme,
pero yo aún recuerdo mi deuda contigo”.
Me
dice amigo pero no lo recuerdo. Además, a qué deuda se refiere. Lo bueno es que
tendré abastecido mi almacén con vino.
Seré
honesto. Hay una película porno que me gustó. Se llama: Nine Songs. En español
la titularon Nueve Orgasmos. Diferente a lo que has de pensar, las escenas
sexuales no es lo que me llamó la atención. Es cierto que son muy pero muy
explícitas, pero le meten un argumento. Se trata de una pareja que se conoce en
un concierto, se acuestan, y a partir de ahí, es puro acostarse e ir a
conciertos. Sin embargo, ambos se aman y se interesan sinceramente entre ellos.
Preparan café o té, desnudos, y así se sientan a beberlo. Conforme avanza la
película, sus aventuras son cada vez más atrevidas. Comienzan con posiciones
normales, pero después usan látigos y hacen tríos. Fuera de eso, puede verse
que ambos sienten una atracción más allá de lo físico. Me recordó una relación
que tuve. Sabes, puede que no lo creas, pero llegué a pensar en la virginidad
antes del matrimonio. Te cuento esto porque no quiero que haya secretos entre
nosotros. Bueno, por si me preguntas algo, contestaré con la verdad; si no es
que ya te había hablado del tema. Pasé hasta dieciséis otoños con sus lunas
escuchando de mis compañeros sus aventuras sexuales. Unos aseguraban que debía
usar doble condón. Otros decían que lo mejor eran los tríos con dos mujeres.
Ninguno de ellos mencionó haber estado con otro hombre; no sé si aún sea así.
Al oír de sus escenas y gemidos, las imágenes en mi mente me decían que era un
excluido. Dieciséis años y nada de nada. Un blanco invierno en que conocí una
chica cuatro años mayor que yo, quedé prendado por la idea de lograr su
atención. Le hablaba de que la música es un implemento necesario en la
educación de los niños; que debían plantarse más árboles por las calles
desérticas; que se debería multar a las personas que arrojan basura fuera de
los cestos, y cosas por el estilo. Resultó que una semana después mi hermano la
presentó en casa como su novia. Los acontecimientos siguientes están plagados
de vergüenza. Yo pretendiéndola sin saber que mi hermano poseía su voluntad. Al
enterarse él, en lugar de golpearme como supuse, me llevó a la casa de una
amiga de él. Gabriel mencionó que debería escucharla, y si trataba de invitarme
una cerveza, yo accedería sin preguntar. Antes de partir pero después de
habernos presentado, Gabriel dijo que al día siguiente lo vería. Al momento no
lo comprendí. La chica se llamaba Nancy. No recuerdo si dijo apellido. Gabriel
se refirió a ella como Nancy la habladora. Pues me quedé en la sala, donde unos
sillones rotos, con dibujos de rosas blancas, nos veían. La primera en romper
el silencio fue la habladora. “Qué procede, qué funciona, qué se hace”, era la
frase común en su boca. Sacó un par de cervezas, y cada una de ellas fue
repetida hasta completar quince. Hubo un silencio helado en que no supe qué
hacer, así que comencé a jugar con mis manos. De fondo había canciones en la
radio, y la estación sintonizada se compuso de samba, tango, boleros y danzón. Ella,
para romper la gélida sensación de caer en la aburrición, cerró mis labios con
el dedo y después me besó. Aunque corto, me pareció gentil. Lo que puedo contar
es que ella tuvo una característica difícil de olvidar: Decía que le gustara
que le hablaran mientras hacía el amor. No sabía qué decir, así que sólo repetí
su nombre. Por dos momentos la piel y los recuerdos se fundieron fuera de la
habitación en que había colocado un par de cobijas sobre el suelo. Después
comentó que no me pediría nada, que aquello sucedió y nada más, que no era
necesario que nos volviéramos a ver. Yo, aunque nuevo en el tema, me fui
acercando en algunas ocasiones para conversar con ella los días posteriores. Al
día siguiente Gabriel fue por mí a casa de Nancy, y yo la visitaba para
hablarle de lo que me pasó en las semanas sin vernos. La habladora inició a mi
cuerpo en la fantasía de la felicidad carnal, y de ahí las demás mujeres que
continuaron en la cronología se destacan en si las amaba o no; cosa que en
Nancy no sucedió, pero casi.
Mi
alma desde entonces no encuentra la mitad arrebatada.
Quisiera
hablar de tantas películas, que me sorprende recordar tan pocas con exactitud.
Por ejemplo: Tideland, que es sobre una niña con padres drogadictos. Ella les
prepara la dosis, y hasta le dice a su papá que ésta vez no se tarde mucho en
el viaje. Ella ni se da cuenta después de que su padre muere, y lo trata igual
que si estuviera drogado en exceso. Pasan los días y ella juega. Sabes, puede sonar
triste, pero es sólo un vistazo desde otro punto de vista. O podría contar
sobre La Sociedad de Los Poetas Muertos. Una obra que supongo estaría mejor si
incluyeran todas las escenas cortadas. O contar en la lista la de Cinema
Paraíso. Hay otra película llamada Café y Cigarros. El tema principal puede
deducirse. Son once historias concatenadas por el ambiente que tienen los
cafés. Los personajes fuman. Sin duda, debes de verla. Aunque en todas aparecen
los mismos elementos, cada historia es única; explora la situación humorística
que atañe al encuentro de dos o más personas. Hay una en la que aparece la
misma actriz encarnando dos personajes diferentes; si lo deduces, puedes darte
cuenta que se realizó la imagen con mucha inteligencia. No hablaré
detalladamente de esta película porque debes verla. Además, he recordado a la
habladora y la frase que me dijo continuamente.
Que
tus noches transcurran sin fin, mientras espero a que respondas alguna de mis
cartas. Sabes lo que quiero de ti.
Mitra
EL
RECINTO NATURAL DEL SILENCIO
Dalina:
Junio 25 de 2010
¿Qué
ha sucedido con las formas de las cosas? La silla se olvidó de ser silla y se
viste de cómoda. El espejo se ha deshecho de los inviernos, y ahora anuncia las
dedicatorias que las mujeres les mandan a sus ex maridos. Algo similar le
ocurre a los sonidos. Al encender la radio, escucho risas y sólo risas, como si
estuvieran burlándose de mí. Por la tarde antes de que lograra alcanzar el sol,
vi moverse las campanas de la iglesia de San Antonio de Pascua, pero el
murmullo de los grillos provenía desde ellas. Por primera vez sonreí desde hace
un mes. Las golondrinas cuchicheaban las noticias de Japón, y un perro me dio
las buenas noches. Dejaré que todo fluya normal. Cuántas veces se puede
observar lo que vi hoy.
¿Has
conocido el hambre? No me refiero a la falta de alimento, sino a cualquier
necesidad que hemos creado. Pienso que se debe prescindir a voluntad de las
necesidades; no sólo de alimento, también de aquellas cuestiones que ponderamos
importantes. Cosas como la compañía. Al carecer de ellas entramos en el mundo
donde aislamos el verdadero yo. Hoy comienzo a reconocer que las situaciones
cambian. Decido cambiar a voluntad.
¿Qué
sucederá?
Mitra
RISAS
DE PAPEL
Dalina de la
voz iniciada: Junio 26 de 2010
Solté
las ráfagas, destrabando el obturador, alineando el lente y fijando el tripié.
Las sombras en sus rostros reflejaron la serenidad. Después de llevarme las
imágenes digitales en el bolsillo derecho, de dislocar el tripié y sonreír a
mis modelos, caminé rumbo a la vigilia. Despierto y mi cama espera. No es la
misma cama. He despertado al costado de un contenedor de basura, y alrededor
hay cáscaras de plátano y dos botellas de vino vacías. Pienso en ti en las
noches y en los días, y siempre llega una larga meditación al respecto. El
silencio es lo más común en mis labios. Ayer, por ejemplo, una anciana me
dirigía palabras acerca de por qué tropecé con su perro, pero de mis labios
obtuvo la misma mueca con que camino día a día.
Ha
llovido por la mañana, y supongo que debí tomar precauciones en su contra. El
poco cobijo que porto; me refiero a la chamarra delgada; no es suficiente. Pero
como dije antes: Estaré prescindiendo de elementos necesarios.
Parece
fácil decirlo. Sobretodo mientras escribo esto. El papel y la tinta, la tinta
sobre el papel; mi cuerpo en lo helado y un sentir aislado de mí. Me recorre el
perfume de la basura, y el hedor de las personas. Veintidós años son
suficientes para decir: Cada vez que río, las carcajadas suenan como una hoja
en blanco, carente de tinta, lo que las transforma en risas de papel;
insinceras e insignificantes.
Mitra
FANTASMA
Dalina: Julio 3, 2010
Hace
una semana que abandoné mi cuarto con todo dentro. He sentido ambos lados de la
soledad. La pasión y el abandono. Abandonar algo o que algo me abandone; mientras
que el otro lado se compone por el ímpetu de saberse en solitario bajo el
influjo de algo sublime. La pasión que implica sostener la voluntad en un punto
fijo, que se puede referir a ti, a una botella de vino, o el simple caminar
debajo de la noche. La intensidad de ambos lados se traduce en que nadie
comprenda ni me acompañe a surcar las veredas que recorro. En algún lugar habrá
quien diga que la esperanza lo enaltece, pero cada minuto me convenzo en que la
esperanza es lo peor que existe.
Aún
con todo, ¿qué me espera detrás de cada despertar o amanecer?
No
llevo nada conmigo más allá de lo que traigo puesto y tres botellas de vino en
mi mochila. Asumo una exploración, pero desconozco de qué o para qué. Callar
después de reír; mi filosofía actual. Reír y olvidar la vida; la filosofía de
mañana.
“De
las rosas sale tu nombre, Dalina.
Como
de las noches surge tu ausencia de fantasma”.
Mitra
UMBRAL
DEL VENCIDO
Dalina:
Agosto 5 de 2010
Algo
se rompe en mí, escucho la noche y el crujir de un osario bajo mis pies. Se acerca
un año; se cumple un año desde que mi piel quiso unirse a tu piel: Hoja de
frutas invisibles, pétalos dorados en rizo, llaves de cavernas y cuarentenas de
espejos. Amo el lunar de tu pecho, con el sagrado misterio en su interior. Amo
saber que te amo, a la distancia en que un cuerpo soporta el deseo. Amo una
silueta nocturna, en el ocaso de mis días. Se acerca un año. Se acerca mi lento
partir.
Puedo
sentir que la furia ingresa dentro de lo que no soy. Las palabras exactas para
decir lo que pienso son cortas para lo que el significado requiere. ¿Será beber
de tu boca el beber de la vida? ¿acaso en un beso se cuenta la historia de los
enamorados? Hay que construir un puente que una los cuerpos más allá de los
sentidos.
Mis
cartas son tuyas y tuyo es mi recuerdo. Desnudo sobre mi lecho, desnudo el alma
para escribirte. Queda poco. Poco queda. Las palabras que se alcanzan a trazar
tratan de concentrar mi querer; el querer ver en tu presencia la ciudad
desconocida, conocer a la mujer que ahuyenta mi soledad. Seiscientos kilómetros
nos separan, tu silencio nos separa; la ausencia nos une, mi voluntad nos une,
y casi estoy seguro que podré leer las cartas que te mando.
Decir
lo que en mi día hubo sería contar que no te tuve en este día. Solitario en la
ciudad, distante de tus brazos, espero, aguardo, escucho partir mi cuerpo. ¿Por
qué en un momento te di la llave y candado, para dejar las maletas en mi
corazón? ¿acaso piensas empecinada en mí? ¿sabes en dónde fui a cazar
golondrinas? ¿conoces el día en que desperté cubierto de lluvia? Me voy, te
fuiste, nos dejamos de ver.
Ya
no hubo momentos enclaustrados para nombrar un futuro, sólo la cosmogonía de mi
mente. Ya no hubo despedidas; me fui el día que te vi desaparecer por la calle.
Y ya no habrá películas ni poemas con mis canciones; mi alma queda intacta en
el vano del umbral.
Ayer
destruí mi reloj, pero el tiempo sigue vivo.
Mitra.
INGRESO
POR LA PUERTA
Dalina:
Septiembre
18 de 2010
Después
del sueño, esta noche, destruyo el orden anestésico. Prefiero ensayar el error,
una y otra vez; de nuevo. Realizar las cosas mal, como para mal han venido. No
he conocido quién sustente mi verdad: Caminar es perder el equilibrio. Hay
algunas cosas que me ha faltado añadir a las cartas anteriores:
No
se culpe al alcohol, él no tuvo la culpa.
Un
mendigo me dio un cheque en blanco del banco Felicidad.
No
desconfío de ti, sino de los demás, con los que andas.
Hay
cosas que prefiero dejarlas al tiempo.
Mitra
4
Éstas fueron
las cartas que me llegaron. No, nunca lo conocí, pero supongo que era aquel
muchacho de cabello largo que venía arrastrando los pies por la acera, y que
veía el suelo en su andar. Parecía que en mucho tiempo no había visitado al
estilista. Solía caminar por estos rumbos muy seguido. Algunas veces se paraba
frente al hotel, como si esperara a un familiar o amigo que ha llegado de un
largo viaje; pero nunca vi de dónde venía o hacía dónde seguía el rumbo. Lo que
recuerdo es que andaba solo y cada día más sucio. Hay veces que al ver una
persona se puede atravesar hasta su pensamiento, pero en él; si era el mismo
que le digo; la juventud mostró la perdición ante lo imposible. Pobre, una vez
quise darle algo de comer. Era tan delgado y taciturno, que supongo que anda
sobreviviendo de la caridad. Palabras más palabras menos, fue lo que la mujer
de cabello corto, con tintes de rubio, le dijo a un joven que tocó a su puerta.
Ese joven carga con las maletas de la esperanza de la juventud, y ésta se
compone principalmente de una inquisición que ninguno resuelve en su vida, sino
que la va olvidando con cada nuevo día.
-Por
eso le digo, joven, que ya no me ande trayendo más cartas de ese muchacho o de
quién sea que dirija las cartas.
-Bueno…
sabrá… ¿qué le puedo decir?
-Usted,
como cartero, debe de conocer cómo proceder en estos casos. Le digo que aquí,
en este hotel que usted ve, no ha vivido ninguna mujer con ese nombre.
-Resolveré
esto en la oficina postal, señora. No se preocupe. Sólo le pido que llene éste
formulario con sus datos; no olvide el nombre, que es lo más importante; para
que mis jefes sepan a quién dirigirse si llega a haber algún contratiempo o que
simplemente le pidan su testimonio en un futuro.
La
mujer, con tintes rubios, accede a la petición. No sin antes dar una mirada de
desconfianza y reprobación ante hechos que aún no suceden. Se imagina que
recibir cartas para una persona desconocida, en su domicilio, ha sido bastante
molestia, tirando ya al enojo y al fastidio total. En el fondo, sabe que es la
única manera de deshacerse de una presunta carta final, la otra, la siguiente.
Dando
las gracias, despidiéndose, el cartero joven sigue con su itinerario de todos
los días, con una novedad: Debe dar parte en la oficina postal de que una serie
de cartas no son bien recibidas. El día claro y frío de Noviembre tiene ahora
tintes de invierno. Sostiene su bicicleta rodante con la mano derecha, en la
cual, sobre las alforjas traseras, carga la demás correspondencia, pero en el
interior de su chamarra ha colocado las diez cartas de Mitra.
-Dalina…
es un bonito nombre. Un poco extraño, pero bonito. Es tan extraño como el
nombre de Mitra- se dice el joven cartero.
Nace
una inquietud en su alma. Se pregunta si es necesario dar aviso a la policía,
después de todo, se presume que una persona no recibe su correspondencia, y
otra la ha mandado a un lugar que no debía. Ahora piensa que de eso se
encargarán en la oficina postal, y se dice: Para eso estamos. Ya terminado su
recorrido, después del medio día; y con la mañana helada y la mujer de cabello
corto atendiendo su hotel, atrás en el tiempo; llega a la oficina postal.
El
muchacho expone rápidamente a su superior cómo dio con la dirección ubicada en
privada Cisne, y lo que ahí aconteció. La mujer de cabello con tintes rubios le
dijo de las cartas y se las dio. Añadió que podrían estar dirigidas a una de
las incontables inquilinas de paso en su hotel y que, al revisar el registro de
huéspedes, ninguna mujer tenía dicho nombre: Dalina. Comienza a mostrar el
formulario que el joven creyó oportuno llenar para el caso, ya que, aunque no
había recuadro que indicara el nivel de molestia, sí había uno para llenar si
el destinatario no vivía en el lugar indicado, en el domicilio. ¿Si hubo
mención anterior a ese día con respecto a las cartas no correspondidas? No… él
acaba de ingresar a trabajar una semana atrás. Probablemente no, o el cartero
con la ruta, el que acaba de jubilarse, lo olvidó. ¿Otras situaciones
similares? Ninguna. Ahora el joven sabrá cómo reaccionar si se topa con lo
mismo alguna vez. Su jefe le ha explicado que esas cosas pasan. El superior
inmediato le dobla la edad, y parece que ha escuchado noticias similares a lo
largo de su carrera, que bien puede ser la mitad que le lleva al joven en edad.
Sin apretón de manos se despiden y continúan su labor, o el término de ella. Ahora
el joven cartero va hacia una conocida que está en el mostrador, donde los
clientes compran estampillas, dejan la correspondencia, mandan paquetes, donde
ella los pesa, y donde se da información de las tarifas de envío. Le comenta la
nueva situación. Ella se sorprende de que ésta vez no le cuente de los números
de las casas y sus formas peculiares. En una ocasión le había llamado la
atención la placa en oro puro de una familia. La mujer, que aparenta unos
cuarenta, de sonrisa amable, cabello oscuro y ondulado, con unas pecas en las
mejillas, luce interesada. Su sweater rojo le cubre del frío, pero deja ver su
complexión ancha. Al joven le cae bien, ya que lo ha instruido en cómo
encontrar fácilmente las direcciones y cómo funciona su departamento. ¿Qué pasó
con las cartas? Se las llevó el superior. Ella responde que lo más probable sea
que estén en el buzón de correspondencia perdida, la que tendrá un paradero
desconocido que ni ella ha sabido destejer.
-¿Qué
le pasa?
-Nada.
-Dígame-
insiste la mujer de sweater rojo.
-Eran
unas cartas extravagantes. Interesantes también. Sabe… para mí que si se me da
la oportunidad de mandar mis pensamientos, me gustaría hacerlo así, como él.
-Si
te gusta, hazlo.
El
joven cartero siente vergüenza ajena por lo que acaba de escuchar. Siempre ha
creído que las personas que dicen: Si te gusta, hazlo; son en el fondo
estúpidas, por no considerar las circunstancias positivas y negativas, y que
recaen en una frase simplista. Pero sabe que se refiere a que debe hacer y
atreverse a realizar lo que se proponga. Ya si su deseo va contra la ley, sólo
él se verá afectado, y la mujer continuara vendiendo estampillas muy feliz.
Ahora recuerda por qué le caen mal esas personas que dicen la frase: No les
importa verdaderamente lo que suceda.
-¿Podré
encontrarlas, para que las lea?
-Yo
creo que sí. ¿Recuerda algo de lo que decían?
La
respuesta del cartero fue: Algo. Entran en una confianza aún mayor que la que
tenían por la mañana, cuando se saludaron con un ademán de cabeza y una
sonrisa. Él le dice que estaría bien encontrar a la persona que las mandó, o a
la que están dirigidas. ¿Cómo? Pues hay pistas en las cartas; le contesta él.
Más motivado, decide ir por las cartas en donde la mujer le había anunciado que
estarían. Lo de abrir ese buzón no era problema; no tiene candado, pero ella
tendría que vigilar si querían; ella, leerlas; él, encontrar las pistas para
buscar a las personas. Ya de vuelta con las cartas, cinco minutos después
porque se encontró con un conocido que le pidió cambio para el camión de
regreso a casa, la mujer le dice que es hora de que ambos se vayan. Un poco
desilusionados, pero con la voluntad puesta en releer las cartas, deciden que
las leerán en casa de ella; no queda lejos. Luego el joven recuerda que para
encontrar las calles que mencionan las cartas se necesitará un mapa como el del
trabajo; ya se va poniendo la bufanda en el cuello y ella toma su bolso de la
mesa en que lo dejó. ¡Claro! La mujer menciona que, por gajes de oficio, tiene
uno en casa. Así los dos parten al domicilio en que, si llega carta para la
mujer de sweater rojo o su familia, no habrá problemas con carteros. No se sabe
el pensamiento de la mujer si, en dado caso, llegaran las cartas erróneamente
para otra persona. ¿Qué diría su marido si encontrara cartas de amor desde otro
hombre, y que, con un nombre distinto de la dependienta del mostrador,
supondría como apodo de cariño mutuo entre su mujer y un desconocido, o amigo,
o el cantinero que le sirve en la taberna que frecuenta?
-Puedo
preparar café por mientras. ¿Vive lejos de aquí?- dice la señora cuando van camino
a su casa. Él le contesta; un poco perturbado en su interior, pues se imagina
yendo a la casa de una mujer para leer cartas ajenas, tomando café, pero sin
mostrar su perturbación; que no vive muy apartado. Usó esas palabras. Que
incluso nadie lo espera en casa; vive solo desde un mes atrás. Pero sí vive muy
lejos de ahí; eso no lo dijo. Que bueno; dice ella. Ahora la idea de estar
solos le parece extraña a la mujer, consonando con la perturbación del joven
cartero.
Entran
en el domicilio con número trescientos veinticinco. El joven tiene afición
reconocida por los números de las casas, y ella lo nota mientras van dejando
que la puerta de metal se cierre. Después de esta puerta, hay un jardín con
macetas dispersas, en total once, de rosales, camelias, y de geranios. Sobre una
pared desnuda está el número; visible desde la entrada principal. En la otra
pared se encuentra una ventana y la puerta de madera con acceso a la casa de la
mujer.
-Lo
compré en un tianguis de baratijas. Cada número en mosaico.
-Lo
que me llama la atención, no es sólo de qué están hechos. Mire, fíjese bien.
¿Qué nota? ¿Cómo que nada? Vea cada número y trate de encontrar un sentido…
Está bien, se lo diré. El primero es un tres; el siguiente un dos; el otro un
cinco, entre los tres forman lo que llamaría matemática inconsciente. Tres más
dos son cinco; cinco menos dos son tres. ¿Ahora lo ve? Ya veo que no se había
fijado en eso. Es una costumbre que tengo desde niño. No había mucho en que
entretenerse cuando iba acompañando a mi papá a su trabajo.
-Entiendo-.
Han cerrado la puerta de la casa, la de madera-. ¿Le importa si fumo, Martin?
Se me antoja fumar cuando tomo café… Perdón… ¿Fuma?
-Sí,
a veces. Casi siempre de noche. En el trabajo no, porque hay que tener respeto
del trabajo, Adela.
-Creí
que no lo hacía. Perdone el desorden.
-No
se preocupe, mi cuarto anda por las mismas.
-No
tuve tiempo de ordenar, pero lo bueno es que es fin de semana y no habrá
trabajo hasta el martes. ¿De dónde es? Váyame contando mientras preparo el
café.
Viendo
cómo la mujer se va a la cocina, quitando un par de sillas a su paso porque la
casa no es muy grande, él comenta que de una ciudad cercana. Le parece
imperturbable el lugar, ya que, según recuerda, la avenida de afuera es muy
concurrida; no traspasa ruido exterior hasta el sillón donde posa su chamarra y
bufanda, quedándose de pie como una visita a quien no se le ha concedido tomar
asiento. Las libertades, por ahora, quedan relegadas a respetar las reglas de
urbanidad. Ella le dice, desde la estufa encendida, que es de esta ciudad, y
que no ha ido a la que el cartero menciona como su lugar de nacimiento.
-Se
ha de preguntar si estoy divorciada o si tengo hijos.
-No,
la verdad no-. Miente y se dice el joven: Me leyó la mente.
-Lo
estuve, pero sin hijos, y ahora soy viuda, Martin… No puede ser… no hallo el
café por ningún lado. Juraría que compré uno la semana pasada.
-No
se preocupe.
-Puedo
ir por uno rapidito a la tienda. No me tardo.
-No
se preocupe. De todos modos es tarde para tomar café. Aunque el frío lo llama.
-Sí,
mejor voy por uno… ¿No? No me diga que sólo fumaremos… es malo fumar sin beber
algo… no me tardo.
-Tiene
razón, cuando fumo tomo.
-Ya
ve. Ahorita vengo.
-Pero
yo tomo licor.
-¡Me
parece perfecto!
-¿Qué,
Adela?
-Un
vinito sí tengo. ¿Le gusta el tequila?
El
joven cartero ahora se encuentra, no perturbado, sino bajo esa extraña sensación
de satisfacción, odio y recato que conlleva cada hallazgo entre el deseo de
siempre, escuchar que dicen vino en diminutivo a un destilado, y de no poder alegrarse
como quisiera por escuchar la invitación a beber lo que uno gusta.
-Sí.
Eso es más de mi agrado.
Sin
esperar más muestras de confianza, Martin toma asiento en el sillón donde
reposa su chamarra; de ella extrae las diez cartas. La mujer apaga la estufa. No
tengo idea concisa sobre quién sea o dónde esté el tipo que las mandó. Es tan
tremendamente difícil dar con quien ha borrado sus huellas; piensa el joven.
Abiertas y leídas, deduce que Mitra anda perdido; y no en calles o ciudades
desconocidas. Intuye otro tipo de perdición, la cual ha comparado con los
vicios. La palabra locura también aparece un instante, pero no lo suficiente
para tomarla en cuenta, por el momento. Adela vuelve desde la cocina a donde
está el joven, llevando la botella de tequila, dos vasos de vidrio con
florecillas amarillas pintadas, el cenicero, la cajetilla de cigarros y uno
encendido en las comisuras de los labios. Ella cree que ha sido descortés el
meter los dedos dentro de los vasos, pero ve que Martin está muy atento a las
cartas abiertas.
-Agarre
uno de la cajetilla. Si gusta, préndalo en la estufa o de aquí, del mío. Voy
por el mapa- él contesta con una mirada-. No tardo.
Va
anocheciendo por fuera de la casa. Las luces del interior han sido prendidas
por Adela al partir por su mapa. Con el cigarro encendido, Martin se acerca al
estéreo que ve junto al librero con pocos libros que está en la sala; compuesta
por dos sillones y una mesa de té. La cocina es un pasillo con dos sillas altas
de madera, un refrigerador blanco, estufa de cuatro hornillas, sin horno, y una
mesa pequeña con lugar para dos personas. La alacena, o lo que el cartero
piensa que lo es, se compone de un ganinete empotrado en la pared de la cocina.
Cerca de la cocina hay tres puertas. No lo sabe el cartero, pero dos de ellas
son de habitaciones, y la otra es del baño. Supone cuál pertenece al baño, pues
cerca está un lavabo, y muy probablemente; piensa; un espejo donde todas las
mañanas antes del alba, la mujer viuda se arregla con esmero para verse
presentable en el trabajo.
Entre
los discos junto al estéreo, le llama la atención una colección de jazz, tango,
danzón y bolero, que Adela tiene. Sorprendido, sin creerlo, hay uno que lo
trastorna; el nombre del grupo le parece familiar. Lo mete en el estéreo y
escucha iniciar los pasos de Adela desde su habitación por detrás de su
espalda, y las tonadas de un tambor, platillos y de una trompeta desde las
bocinas. “Triste la ambición de tus ojos brujos. Viajes en avión, y hoteles de
lujo”, dice el cantante al mismo tiempo que Adela dice: “Aquí está, y se me
ocurrió una excelente idea”.
Es
graciosa la forma en que dos frases se escuchan: Triste ambición aquí está, de
tus ojos brujos y se me ocurrió, viajes en avión, una excelente idea y hoteles
de lujo.
-¿Qué
idea, dígame?
-Dime
Adela. Es más, háblame de tú.
-Si
así lo prefiere. Creo que el tequila lo amerita.
-Veo
que te gusta Paté de Fuá.
El
cartero Martin se queda inmóvil y estupefacto. Tres cosas acontecieron al mismo
tiempo; como las dos frases anteriores. Por un lado reconoce el nombre del
grupo como proveniente de las cartas, y por el otro piensa en la confianza que
aumenta y en la idea que se le ocurrió a una conocida que ya no es sólo
conocida, sino, porque están comenzando a beber tequila, fumar, escuchar música
y adentrarse en pensamientos ajenos. Saliendo por un instante de su estado,
dice: ¿Qué cree?
-Dime…
Tienes razón, no hay que tomarse libertades.
-No,
eso no. Está bien, Adela. Lo que le iba a decir es que en una carta habla de
este grupo.
-¿De
verdad? Pues que buenos gustos ha de tener el chico. Tal vez un poco loco.
Gracias- tomando el vaso con tequila que le sirvió y extendió Martin.
-Bueno
bueno. Mire… perdón, mira, era de las primeras… ¡Aquí está! La primera. Lo
sabía.
-Ya
veo ya veo.
Música
de fondo, tabaco encendido, alcohol; conforme leen ambos las cartas; a voz alta
desde Martin, se dan cuenta en su interior cada uno de que son los elementos
que rodearon a Mitra y que los acompañan a ellos ahora. Con este pensamiento en
común, se van sirviendo el segundo vaso, a la mitad, de tequila.
-Oiga,
Martin…
-También
háblame de tú.
-No
le dije si quería refresco, hielos o siquiera agua. Qué descuido el mío.
-Lo
tomo así, solo.
-Yo
también yo también.
Encienden
dos cigarros más. Él fuma de tal forma que para cuando ella va con el segundo,
él ya ha fumado tres.
-Podemos
rastrearlo mañana. No, mañana no. El martes, cuando estemos en el trabajo, veremos
si hay una casilla de apartado postal con el nombre de Mitra. ¿Dijiste que
tenía un apartado postal o lo leíste ahorita en voz alta? Como sea, algo así
recuerdo yo.
-Tienes
razón. En ésta lo menciona… ¿ve?
-Por
ahí comenzamos. Brindemos por la primera huella a seguir. ¿O debo decir pista?
-Pista,
Adela. Pista.
-Revisemos
en el mapa las calles. Pero no me suenan.
Teniendo
en cuenta que la ciudad es grande y que en ella los nombres de calles pueden
ser de una o varias, sin contar su longitud extensa, el joven cartero supone
que son las únicas pistas que pueden seguir. A esto se pueden sumar los nombres
de edificios y lugares. Su mente ya registró la callejuela Revolución, edificio
Violeta, Iglesia de San Antonio de Pascua, pastelería Ambrosía; las demás
calles y lugares, si hay otras y otros, no las ha retenido la memoria, pero
sabe que puede consultar las cartas; como si fueran de navegación; para tener
noción de cuáles otras se incluirán. Ya ha observado, conforme avanza la noche
al lado de Adela, que Mitra no escribió remitente.
-Martin,
esa iglesia sí la conozco. Ahí se va a casar una ahijada la semana próxima.
-Vamos
avanzando, entonces. ¿Sabes dónde queda?
-No
sé dar muy bien, pero pregunto a mi ahijada. Deja la llamo.
La
mujer se retira un momento hasta su alcoba. Desde allá se puede oír un marcar
sobre disco, lo que se puede deducir como de un teléfono antiguo, o al menos no
de teclas. Después se oye un cuchicheo, unos saludos efusivos, y palabrería que
para Martin resulta absurda. Para ese joven no importa más que la hora en que
las pistas lo lleven al siguiente punto, el otro, el que le dé dirección a su
viaje. Tres canciones luego, y dos cigarros más y un vaso de tequila lleno,
Adela vuelve al lado del joven, bebiendo alegremente de su vaso renovado con
líquido y diciendo:
-Mitra…
¿dónde te has metido?
A
Martin le parece que Adela ha dicho lo anterior con una familiaridad implícita
en toda intromisión a lo ajeno, de la cual, no se siente parte pero a la vez
sí. No encuentran en el mapa los nombres que Mitra puso de calles y teatros,
sólo es real la iglesia de San Antonio de Pascua.
-¿Ya
tenemos la dirección de la iglesia?
-Sí,
ya está listo. La apunté en mi agenda. ¿Quieres que la traiga? Bueno, deje voy
para que vayamos anotando lo que encontremos. ¡Qué emoción, qué emoción!
-Espere,
Adela-. Un instante se olvida de hablarle de tú-. La descripción del edificio
la conozco. Me parece que está en Viejo Barrio.
-Tienes
razón- ella no lo olvidó-, sólo ahí tienen casas pintadas de manera multicolor,
pero hay unas que apenas las están arreglando. Oye… las cartas son muy bonitas.
Si a mí me las mandaran, me encantaría y caería prendada sin duda.
Va
y vuelve de nuevo, más rápido que las anteriores ocasiones.
-Martin,
ya que estamos siguiendo los pasos de ese muchacho, ¿qué te parece si le
tomamos al pie de la letra ciertos gustos?
-¿A
qué se refiere?- pero pensó: ¿Quiere que veamos las películas que dice Mitra,
que leamos a los autores?
-Da
la casualidad, pequeña o grande, de que tengo tres o cuatro discos de Sinatra.
Podemos ponerlos, ya sabes, para entrar en ambiente de melancólico escritor de
cartas.
-¡¿En
serio?! Pues no me parece mala idea.
Adela
se acerca, pasando sus muslos por la mano desnuda de Martin, hasta el estéreo
en busca de los discos. Aquel pequeño roce ha sido capaz de remover
sentimientos encontrados en el joven corazón. Desde su posición dice: Oye, tu
nombre se parece al de las cartas. Vaso alzado en los labios templados para
beber serenamente, la calma se pierde en el alma de Martin. Sabe que es cierto;
salvo unos cambios de ortografía, sería el mismo.
-No
espante, Adela- y ríe irónicamente.
-Ya
los puse. A ver qué tal le parecen, Martin. No lo has escuchado de seguro.
Conforme
avanza la música de Sinatra, el alcohol comienza a surtir conocido efecto de
mareo y bienestar en los cuerpos. La mujer tararea; las conoce de principio a
fin. Ya la noche ha caído, y el frescor propio de la temporada llega al
interior con las bombillas prendidas. Han apuntado los lugares conocidos que
pueden encontrar; por donde comenzarán la búsqueda; y se recuestan en el
sillón. Uno en cada extremo, con la canción de For once in my life,
chocan sus vasos llenos de tequila y dejan de fumar para darse cuenta de que la
botella está por terminar. Adela se incorpora, pero en su movimiento Martin la
detiene; piensa en varias cosas, y se decide por dejarla en el sillón mientras
va por la otra botella que supuso que estaría en la cocina.
-Me
gustaría saber lo que dice la letra, Martin.
-Pues
tampoco sé bien el idioma, pero ha de ser algo romántico; la música así es.
El
joven escancia de la botella a los vasos. Ahora lucha con su ser; quiere
retener la intención de lo prudente y lo imprudente. De pie frente a la mujer,
le pide prestado su baño; el efecto se tornó insoportable. Ella le dice dónde
está, lo ve desaparecer tras la puerta y espera a que regrese. Minutos más
tarde, en que se pasó Adela escuchando las canciones e imaginando que un hombre
atractivo se las dedicaba, reaparece Martin.
-Léeme
la poética. La que nos gustó.
-¿Umbral
del vencido?
-Sí,
esa debe ser. Hasta el título tiene que ver con el sentir de él. Mitra… Martin.
-Adela…
Dalina.
-Me
gusta… qué digo, ¡me encanta cómo suena! Mientras la lees, yo seré Dalina y tú
serás Mitra.
El
joven cartero se sorprende. Semejante propuesta la encuentra atrevida. Sabe el
peligro de confundir sentimientos ajenos con propios, sobre todo bajo los
efectos de bienestar del tequila sin rebajar. Se incorpora ella y va a la
cocina; en su regreso lleva una jarra con agua y dos vasos más. De ellos beben para
satisfacer la sed. Sonrientes en su fuero interno, la mujer anuncia que se
retira al baño un momento, para volver en pocos minutos. Ella ha recordado que
no han comido, y por ello trata de atenuar la afectación con el diluyente
universal. Seguido de ello, se sienta cerca de Martin, de forma que su cabeza
quede en el hombro del cartero, al alcance de las palabras quedas.
Martin;
convertido en Mitra; comienza a leer.
5
-Qué hermosas
cartas… pero… Martin, tú aquí con una señora. Estás en edad de vivir como ese
muchacho. Debes tener novia… ¿No? Me sorprende. Tienes cara bonita, estás
delgado. Todas quisieran un hombre así, al menos si las quiere…
-Ya
no diga eso. Así estoy bien. Puro trabajo.
-Pero
amigas, ¿sí?... Ya ves, eso sí me lo temía. Un joven tiene que conocer aunque
sea un par de amigas si no tiene mujer fija. De seguro ibas esta noche a verte
con una y yo quitándote el gusto.
-Me
la paso bien. Y no, no tenía a quién ver hoy.
-¿Alguna
que te guste?
La
inquisición ronda en el aire. El silencio reina y retoma Martin el vaso con
tequila para beber. El vidrio en su labio se humedece, y al término, dice:
-Pues
hay una que he visto en mi ruta.
-Cuéntame.
-Por
una calle escondida, de las que la inocencia anuncia experiencias maravillosas,
aparece por la mañana vestida con ropa deportiva y pasa a mi lado. Imagino que
sus ojos deben ser marrón oscuro. Nunca la he visto volver a esa casa, sólo la
vi salir en cinco veces. Aún así, siento que me gustaría conocerla. Imagino que
en los pasillos del mercado busca una pera y dos manzanas, pues cada mañana
come de ellas al volver de su carrera matinal en el parque. El sabor de su boca
se impregna del néctar, lo que atrae el apetito por besar sus labios. Pienso
que mientras corre ella mira el camino de tierra y los árboles, imagina que va
de viaje por el mundo para conocer las canciones que se cantan en cada idioma.
Su cabello es cobrizo y largo hasta el brazo. La primera vez me dijo buenos
días, y en ese saludo inoculó el deseo porque algún día me dijera buenas
noches, pero de cerca, como susurro, en el oído. Yo, como ladrón del tiempo,
avanzo lento cuando paso cerca de su casa. No me ha tocado llevar cartas ahí.
Su piel blanca lucía tostada por el sol el día que le vi por segunda ocasión.
Imagino que una tarde de diciembre se me ocurre, por coincidencia, visitar la
frutería a dos cuadras de su casa. Digo coincidencia porque se me antojó un
licuado de plátano, y pasaba por ahí. Es entonces cuando la veo, saliendo de su
casa pero sin la ropa deportiva, sino con un vestido color melón. Su cabello
está recogido con un listón blanco tras su nuca. En su brazo derecho porta una
chamarra roja, de pluma de ganso. Sobre sus hombros descansa un chal tejido de
color blanco. Sencilla, en ademanes tiernos, se me acerca. Luego me doy cuenta
que no se acerca a mí, sino que va a la frutería por un encargo. Imagino que su
mamá le había pedido ir por la leche y yogurt antes de partir a un café con sus
amigas. En la fila del mostrador, nos encontraríamos de cerca y…
-Continúa,
no me dejes así- dice la mujer tras un largo silencio.
-La
verdad, es que eso se me ocurrió ahorita.
-Martin,
no parecía.
-De
todas formas… bueno… me gustaría saber su nombre. Lo primero que un hombre
busca conocer en una mujer, es el nombre.
-Imagina
que fuera la tal Dalina-. Pero Martin no pone atención y continúa:
-Poco
importa si es común. Lo que se requiere, en esos casos, es que no se llame como
una de las anteriores, porque eso acaba con cualquier fantasía. Pienso que, si
la conociera y compartiéramos palabras, le pediría su teléfono para llamarla
dentro de las próximas veinticuatro horas. Iríamos a caminar por la ciudad.
Sería por la tarde, como a las seis. Ella me platicaría de su familia; de a
dónde se va a correr, y yo le pondría atención sin interrumpirla. Me
preguntaría por mi trabajo, y le contestaría con la verdad, pues desde el
inicio hay que decirla. Mentiras empezadas terminan mintiendo lo que se empezó.
Algunas niñas nos ofrecerían flores por la calle, y le compraría una. Pero hay
una pequeña situación que perturba cuando se sale por primera vez. Si llega a
ocurrir un suceso como olvidar su nombre o lo confundirlo por otro; si no la
tomo del brazo para cruzar una avenida; si nos encontramos con conocidos míos y
no la presento; o si digo groserías, sería lo peor. La insinuación de que algo
así pase da miedo, y se debe tener previsto todo lo que se responderá y dirá.
Ya me ha pasado.
-Martin,
deberías acércate a ella cuando la veas. Es más, por qué no tocas a su puerta.
-No
es tan fácil.
-Inspírate
con las cartas de Mitra. Ya se ve que te han influenciado.
Martin
no responde nada a las siguientes preguntas de la mujer. Dentro de aquella casa
se han observado las suficientes veces a los ojos como para distinguir su
color, los vasos sanguíneos, y el brillo matizado desde una lámpara en el
techo. Adela se tapa la boca al bostezar, y ve maquinalmente el reloj de pared
encima del estéreo.
-¡¿Ya
viste la hora?! Ya no han de pasar camiones. Es culpa mía.
-Tranquila,
puedo pedir un taxi.
-No,
es muy tarde. Sería imprudente de mi parte dejarte ir tan noche. Mejor quédate.
Provisoriamente la otra habitación será de visitas.
Accede
Martin al ofrecimiento, no sin antes pensar y sentir el efecto embriagante de
la bebida. Para ese punto de la noche, su alma no encuentra compañía para lo
que las emociones le embargan. Él quisiera estar conversando animadamente con
un amigo sobre las causas que lo llevaron, una noche de parranda, a perderse
una semana del conocimiento de su familia. Aquella situación la vivió dos veces
en su vida, y en ninguna fue el protagonista. Esas ocasiones las pasaron sus
amigos, los que retuvo en su mente como los más cercanos. ¿Cuántas personas han
buscado a su familia al no saber de ellos por más de un día? Martin piensa que
siempre son mujeres las que se preocupan, agregando detalles de su cosecha.
Sabe, por experiencia, que no falta oportunidad para que exageren los hechos.
Esas
dos ocasiones lo llamaron para saber si sus amigos se encontraban con él o si
los había visto. La respuesta siempre fue negativa. Aquello se convirtió en una
banalidad con el transcurso de los días.
Ahondar
en los pensamientos es imposible, pues se reclina en su lugar del sillón para
escuchar el tango que Adela ha puesto en el estéreo. No comparten palabras,
sólo el tabaco de sus cigarros. Sin conocer los nombres de las melodías, Martin
se imbuye en los placeres de estar ebrio junto a una mujer, relativamente
desconocida, escuchando música tranquila. Tararear la canción ya es común para
ambos. Tenue, desde la cocina, se escucha el rumor de los grillos.
El
disco sigue girando cuando Martin se incorpora, se despide de la mujer, y va
hasta la habitación ofrecida. Dentro de la habitación, Martin se recuesta en
una cama tendida, y supone que permaneció durante meses de esa forma, con las
sábanas debajo del cochón, el santo en la cabecera; justo en el centro; y el
armario colmado de cajas. Dentro de ellas los recuerdos de Adela descansan
desde décadas atrás.
Aquella
noche, mirando; al salir del trabajo; la luna posada sobre los edificios en el
horizonte, sintió ganas de estar pasando los últimos instantes del día con una
persona familiar. Pudiera ser un amigo o amiga. Al salir, no cayó en la cuenta
de que la soledad le cobraría el precio de los años pasados, en los cuales tuvo
de todo y en exceso. Mientras caminaba, observando los faroles, los coches, los
adornos de las calles y de las casas, mandó un mensaje por el celular a un
amigo, seguido de ello, otro a una amiga. A ella le decía que recordó que en el
cine estaba por terminar, esa noche, la proyección de un documental de interés
para él, y que quería que lo acompañara. Anunció que sabía lo impertinente de
la invitación, pues faltaban tres cuartos de hora para que iniciara la función.
Después recordó en que un conocido trabajaba por la misma avenida, bajando
cuatro calles más, así que fue. Lo invitó a ir a un bar cuando lo encontró.
Insistió en llevarlo al bar con tal de que se realizara una sesión alcohólica
después de las nueve; hora en que el conocido salía de trabajar. Éste dijo que
si su compañero mutuo los acompañaría, pero el joven, sin recordar la luna que
había visto minutos antes, recalcó que no sabía, porque no tenía crédito en el
celular para anunciarlo. Tras unos minutos, una llamada, y ademanes, esa visita
al bar fue pospuesta para otro día.
Al
salir del trabajo de ese conocido, caminó pensativamente hasta llegar a un
edificio con escalinatas en el frente. Desde ahí pudo observar la cantidad de
personas reunidas en la oscuridad de la calle; supuso que en esas fechas siempre
era así. Rondando su mente sobre las semanas pasadas, estaba un disco de música
en particular. Tuvo oportunidad de escucharlo en una tienda, pero en otra
ciudad. Desde el primer sonido que oyó, supo que debía tenerlo en su colección;
que no era tan numerosa. Caminado sin rumbo, o al menos no con dirección a su
hogar, sus pasos fueron directo a una tienda de discos. Maquinalmente su
instinto lo llevó hasta ahí. Encontró el disco mientras esperaba la respuesta
de los mensajes; el de la amiga y el del amigo. Pagó al encargado, al que
también conocía de años atrás. “Veo que ya te va mejor”, quiso decirle. Camino
a la salida de la tienda, tres mujeres pasaron junto al joven. El tenue aroma
de perfume lo incitó a voltear la nariz, pero no la vista. “Ese sí es perfume”,
se dijo. Afuera, saludó a un compañero de la universidad. El número de personas
en la calle parecía consonar con la cantidad de frío que sentía. Vio la hora y
se fue a casa, con la nueva adquisición en una bolsa de plástico.
Alcanzó
a oír el sonido seco de la cerradura al abrirse. Esa vez no era una bienvenida
a su alma inquieta y cansada tras el trabajo de cartero, sino un recordatorio
de la derrota sin batalla; la derrota que llega cuando lo posible se ha
perdido. La amiga no contestó.
Antes
del amanecer, sucumbe Martin a su despertar. Logra canalizar su resaca e incertidumbre
al atribuir el sueño a las cartas de Mitra, el alcohol, y las jornadas
inconexas que su mente destapa. Después reconoce su vida en un sueño. Fue uno
de esos instantes en que lo sucedido cobra vida y se mueve durante la noche con
nuevas experiencias. Piensa en la escisión de un par de ideas que él toma como
verdaderas, pero oscilando entre carecer de certeza y a la vez tenerla.
La
primera idea no la puede concebir, se le hace muy atrevida, y consiste en
escuchar que la puerta de la alcoba, en la que durmió, crujió y dio paso a la
luz de la sala. Una silueta informe parada en el umbral se anteponía a la luz.
Abre y cierra los ojos, tratando de entrever en la memoria la conexión con la
siguiente imagen, que se compone de sentir una tibieza en derredor de sus
brazos. Aquí reconoce que estaba acostado horizontalmente. Ya entrando en los
oscuros rincones, gira su cuerpo en la cama. Ahí aparece la siguiente imagen,
pero no de su mente, sino directo frente a sus ojos. Bajo la sábana, que estaba
metida en el colchón, está la silueta informe de la puerta. Ya no ofusca la luz
de la sala, sino que recibe en su espalda los rayos matutinos anteriores a la
salida del sol desde la ventana.
Auspiciado
por la codicia que una inquietud destraba por satisfacer su necesidad de
responder la pregunta, piensa en la persona que espera ver, con la que estuvo
durante la noche, la que su alma le pide encontrar lugar para olvidar. Levanta
la sábana y la encuentra. Ahí, junto a él, Adela descansa tan apacible como
durante cuarenta años ha hecho. Martin no lo sabe, pero en esos años anteriores
no lucía gorda y olorosa como ahora. La noción de saber que las cosas cambian,
le recuerda, justo en el instante que mira que la mujer respira pausado y se
estremece, a un hombre que vio en el taller de su tío. En aquella ocasión
estuvo trabajando con el hermano de su papá para solventar sus gastos, y en ese
verano un coche con treinta años de antigüedad, de carcasa oxidada y con los
vidrios rayados, entró en el taller. Su apariencia denotaba que la pintura no
había sido renovada, y al ver descender al conductor, supuso Martin que era el
único dueño. El hombre que lo conducía era tan anciano como su abuelo. Lo vio,
al bajar, que se detuvo, giró su cuerpo, buscó algo en el asiento trasero, y volvió
a caminar con un bastón que extrajo del coche. Según su andar, Martin fue
observando la pequeña peculiaridad, de que el hombre, de casi dos metros de
altura, llevaba en la mano un bastón que no le venía bien a una persona de su
estatura. Imaginó que algún pariente le regaló ese objeto, sin tomar en cuenta
la longitud necesaria. Así que el anciano caminaba con su bastón, pero sin
apoyarlo en el suelo, sólo con la posición indicada. Pasó junto a Martin y lo
saludó. Su voz tenía un vivo toque de juventud, no diluido como había visto en
otros ancianos.
Esa
era la imagen discordante, ver un hombre con bastón, pero que no sirve. Y la
otra imagen discordante, que la belleza de una mujer termina antes de que ella
termine de ser deseable.
-Oh,
no, qué hice- se dice Martin.
Deje
le preparo el desayuno; alcanza a escuchar Martin al salir del cuarto de baño.
El quitar de su cuerpo los restos del pasado, ahora le suponen un leve respiro
ante sus recuerdos. No hablaron de lo acontecido durante la noche, sólo han quedado
de ir a la iglesia de San Antonio de Pascua. Son dos horas antes del medio día,
y él no tiene hambre, pero aún con eso se coloca en la mesa para dos personas.
Limpio, con aroma a jabón rosa, salió de la regadera totalmente vestido; es
graciosa la forma con que evita la mirada de la mujer, como si al estar
vestido, representara una armadura en contra de las imágenes que ambos crearon
durante la noche. Ella no piensa nada mientras toma su asiento respectivo. Pero
al ver que el joven rehúye con las palabras, dice:
-Martin,
quiero dejar algo claro. No sé qué pasó… bueno, el tequila ayudó, pero la
verdad es que me sentía muy cómoda a su lado y…
-No
se preocupe, no pasa nada…
-No.
Quiero poder verlo en el trabajo sin sentirme apenada, o pensar que lo usé.
-No
me siento usado. Adela, olvidemos lo pasado y empecemos la búsqueda.
Tras
un largo silencio; en que él se dijo que lo mejor sería terminar lo antes
posible, para ya no verla; Adela asiente.
Gracias
a dos personas que ven por la avenida Independencia, Martin y Adela encuentran
la iglesia. La agenda donde está la dirección; que ella carga en su bolso de
mano; no supuso menores contratiempos. El tener el domicilio no significa que
éste se pueda hallar pronto y fácil, aún con mapa desenvuelto en manos de
Martin. Entran para pensar en cómo podría ayudarlos ese lugar a dar con el
paradero. Ellos lo desconocen, pero cerca vivió Mitra y en sus cartas no lo
anuncia. Dentro, el aroma a fresco les recibe en silencio, un silencio profanado
por sus pasos mientras recorren los pasillos laterales; cada uno de un costado
de las bancas de madera. Al fondo, hay una escultura de Cristo, y en derredor
de él, rayos dorados. Las columnas fabricadas en cantera se alinean verticales
al techo abovedado. Otros cinco rayos de luz aparecen desde el techo,
ingresando por dos ventanales sin ilustraciones santas; como lo son diez más.
Martin es el segundo en llegar hasta la imagen de Cristo, y se dice:
-Mitra
también está clavado, pero en los cuatro puntos cardinales.
El
comentario recorre en su eco el interior del recinto. Con el sonido rebotando
en llagas ensangrentadas, ojos con vistas perdidas, poses de dolor y ademanes
femeninos, a Martin le da un escalofrío al pensar en Mitra, lo sucedido con
Adela, y su idea de que por más horas ella estará a su lado, recordándole
subjetivamente los hechos.
Tras
cerciorarse, cada quien en su fuero interno, de que ese lugar sólo está
nombrado, pero no lo suficiente para ubicar la localización de Mitra, deciden
salir. ¿Y ahora?, le dice él a la mujer. No se me altere, ya encontraremos la
forma de hallarlo. Con la respuesta nada alentadora; pues esas palabras, aunque
con significado, no implican resultados favorables; caminan hasta Viejo Barrio,
un lugar cercano. En su andar escuchan pajarillos invisibles sobre los árboles
en el camellón de la avenida en que está la iglesia. Ese singular trinar Martin
lo reconoce cuando va a entregar cartas, sin embargo, lo incita a despertar con
más ahínco que las dos tazas de café que la mujer le preparó y sirvió con
gusto.
Al
llegar hasta el centro de Viejo Barrio, reconocen las fachadas multicolor y de
ladrillos. Y, en efecto, por el boulevard que pasa por ahí; con el nombre de
una fecha del calendario en que las personas no laboran; se encuentra un
edificio de cinco plantas color violeta, cuya identificación es el número
seiscientos noventa y nueve.
-Martin,
no quería decirle pero… Ya sé quién es. ¿Recuerda que menciona a una mujer que
lo saluda cuando va a comprar estampillas?
La
sorpresa, casi obscena, se asoma por la mirada de él.
-¿Por
qué no me lo dijo antes?- pregunta Martin. No es que se haya olvidado de la
familiaridad al no llamarla de tu, sino que siente que entre ellos la
confianza no es la suficiente y decide volver a hablarle de usted.
-Al
principio no relacioné al joven con las cartas, hasta que en la noche… Hay
momentos en que la claridad de la mente llega, y se presenta cuando estamos
pensando en porqué hicimos algo.
Martin
cree comprenderlo, pero siente un disgusto marcado. Ajeno al pensamiento obvio,
no se debe a que Adela le haya ocultado información, sino que él mismo ha
pasado por la circunstancia que ella comenta.
-Mire,
Martin, llevo ya mucho trabajando en la oficina postal, y tengo llave. Sé que
hoy no se labora por ser día feriado, pero vamos a buscar cuál es su apartado
postal. Tal vez ahí encontremos algo, una dirección, un familiar, o su nombre
completo en el formulario.
MI
CORCEL Y MI ARMADURA
Octavio: 28
de Octubre de 2010
Supe
que ya el declive de mi sentir no se contentaba con los hábitos de los años
anteriores. Encender la computadora para escuchar música; escribir y leer; ver
películas; sentarse en el patio a ver las estrellas mientras bebía vino y
fumaba; había tiempo, pero faltaron las ganas. Dentro de mi zanja de angustia
cavé y cavé, hablé con las personas que solían escuchar lo poco que la mente
desprendía por palabras, y era transitorio el bienestar. Volví a ver a la
última; me habló la que ingresó en mi alma donde no podía sacarla; la segunda
contrajo matrimonio; y hasta soñé a quien olvidé el día que dije amar. Aún con
eso, ninguna de ellas desencadenaba el descenso, sino que fueron los obstáculos
que me encontré al bajar y cavar. Escoltado por los recuerdos, me rodeaba de la
brillantez que las personas valoran como una semana en la playa pagada con
deuda. Tuve oportunidad de conocer y estar con otras, las que sé que no
presentarían condolencias cuando llegara el momento. Sí, era genuino mi sentir,
y lo sabía. Perfecto y maravilloso era estar ahí desde meses atrás. Quien se
encuentre frente a ese altar que ha forjado, donde sus pasiones son adoradas, y
que al arrodillarse frente a él no se contente, sabrá de lo que hablo.
Lo
extraño es que la disciplina sobre el cuerpo va en aumento, ahora rijo en él y
no al contrario. ¿Cómo estar donde se quiere sin lo que se es? Es como si la
estrella quisiera brillar en la eternidad, sin saber que ha caído o que ya no
existe desde hace tiempo. El olor no corresponderá a la imagen del cuerpo
cuando lo vean en unos días. ¿Por qué surgen las cosas que incitan a seguir
cuando ya no se quiere? A lo largo de esta vía han cruzado apresuradas o
lentas.
Ayer
vi un perfil por la mañana. Aunque no el único, sí atrajo mi atención. La forma
recta del mentón, el puente de la nariz, los labios arqueados; sobre todo al
sonreír; volvían a decirme que pocas cosas surgen sin que se desee. Luego vino
el cabello. Lacio, cortado en capas y ondeando conforme los movimientos
gráciles en una mujer moderna dirigen sin saberlo. O tal vez con el propósito
aprendido a lo largo de la vida. En ello no quise ensimismarme, estaba cansado
de las pequeñas imitaciones de lo celestial. Se había perdido la novedad. Vi su
perfil por largo tiempo, ayer en que fui al parque a pasear.
Cuando
se me ocurrió ir no sabía qué sucedería, sólo sentí que era la pausa esperada
antes de entrar aquí. Demasiado temprano desperté y fui a depositar las cartas
escritas días atrás; también envié la pulsera que compré en el bazar de la
callejuela Fantasía. Hasta ese punto los acontecimientos fueron tan extraños en
mí, que no estuve seguro de ser yo hasta que preguntaron mi nombre para una
encuesta. Titubee cuando preguntaron mis datos, porque estaba asombrado de
reconocerme, de verme voltear al escuchar esas dos palabras. Reblandecido por
aquellos destellos en nuevo día, la conformación se denigró a la alegría. La
batalla comenzaba, y la lucha era a muerte.
Llegué
al campo. ¿Será preciso incluir la niebla matinal diluida sobre las hectáreas
de pasto; los árboles crecidos en alturas suficientes para cubrir el cielo; lo
sinuoso de la superficie colmada en verde? Sobre ellos se repartieron las
partes de mi pasado, sabiendo que lo más probable fuera que no lo valorara si
se me bendecía recordarlo a la perfección. Ahora sé que no importa cómo era,
sólo los hechos permanecen. Cuando la voluntad pide atención la respuesta llega
demasiado tarde. Mi alma se marchitaba en la aridez sobre la arena del tiempo.
La pasión se compone de amor y odio, y el segundo elemento es lo que sentí al
instante de bajar del puente que une el parque a la ciudad. Dos palabras
contrarias que componen nuevo significado, como en todo en la vida.
Para
cuando el sol ya no era una insinuación sobre el horizonte, tres mujeres
avanzaron trotando frente a mí por el camino de tierra apisonado por los
zapatos deportivos. Había una familiaridad en las tres mujeres. Una de ellas
era la más bella e intrigante, que sus muslos, bajo el pantalón de nylon
ceñido, encerraron mi atención en ellos. Ya cerca, pude ver su rostro. Pensé en
la de los meses anteriores, la que apareció antes de que entrara en este
estado. Le escribí una carta la semana pasada, avisando que estaría con ella
muy pronto. Extrañé la forma juvenil con que simulaba su voz abrazarme, dejando
el frío en derredor perderse con lo demás. En el rostro de la mujer apareció
ella; sobre una actriz sin actuar; sobre una maestra sin alumnos; sobre una
anciana sin historias qué recordar aún. Había el tiempo suficiente para
continuar pensando, pero me persuadí de volver al mismo estado.
Caminaba
con las manos dentro de los bolsillos de mi chamarra, viendo el vaho de mi
respiración. La mujer del rostro en expresión concentrada era muy similar a
ella. Podría pensar que era ella, pero Dalina no tiene el cabello color cobre,
ni el mentón marcado. Avanzando sin querer prestar atención en los detalles de
la mañana, helada y despejada, me detuve en un recodo del camino. ¿Me sigue su
recuerdo en su ausencia? Era mi pregunta recurrente. Salí de la meditación
profunda para orillarme bajo las copas de los árboles. Nadie debería ver mi
estado. Ahí, complacido por la imaginación, entré en el mundo conocido de los
meses anteriores; existía un llamado desde el fondo que me pedía concederle
tiempo, vida, fulgor. Siendo tan hondo mi vacío, accedí a entrar.
-Acércate-
dijo ella. Sonreí mientras metí las manos en los bolsillos del saco del
vestuario de época, y miré hacia el pasto recién cortado bajo mis pies-. Ya
comenzaron a filmar las escenas.
-¿Sí?
No me había dado cuenta- respondí sin saber a qué se refería.
Era
la misma chica del mentón marcado, pero sus facciones se diluyeron entre la
vestimenta y el peinado de otros tiempos. Según mis conocimientos, pertenecían
a principios del siglo XX, más preciso a una casta elevada. Entre sus dedos
detenía la falda para caminar sin problemas por el pasto. Al fondo, por el
costado derecho, un lago se extendía sinuoso y transparente; y en medió de él estaba
la escultura de un ángel femenino sin cabeza ni brazos, sólo con túnica y alas.
Al ver de nuevo mis pies, tenía zapatos negros, desgastados a fuerza del
restregar constante contra el suelo. Yo vestía un traje color beige, y en mi
cabeza tenía un sombrero de copa. La mujer rejuveneció, y sus treinta años se
convirtieron en veinte. Volteó a verme y me sonrió; fue momento en que me di
cuenta que la resistencia de la luz sobre ellos le daban el color verde.
Algunos residuos lograron atravesar el muro del tiempo, y tomé su brazo y
sonreí como si estuviera contento por amar a esa desconocida de cabello
cobreado y ojos verdes. Sobre su piel blanca las pecas me recordaron las
constelaciones, y quise que llorara por verme morir dentro de la iglesia con
tumbas en su atrio que enfrente de nuestro andar se erguía imponente,
recortando el cielo azul.
Me
llevó hasta donde un centenar de personas, vestidas de manera discordante, se
movían de un lado a otro de la iglesia. Por un lado estaban las personas con
vestimenta similar a la nuestra, o al menos situada en la moda de la época. Por
otro lado andaban hombres y mujeres con pantalones de mezclilla, auriculares,
radios, cables, reflectores, y celulares. Esto me convenció de que era la
filmación de una película.
La
realidad es que no me llama la atención el mundo que fue en ese tiempo, pero
ahí estaba yo. Luego entramos en la iglesia, y en las paredes, imágenes
pintadas a mano de santos y crucifijos me siguieron. Las bancas de madera
tenían el desgaste de los años, y en ellas nos sentamos la joven y yo. Aún no
sé cómo, pero nadie estaba con nosotros.
Bebí
comenzada la noche. En mi vida no había motivos para despertar. Cada palabra y
frase en las canciones dilucidaban las causas del por qué inicié, una noche de
otoño sin hojas caídas, a tomar en la azotea de un bar en el centro de la
ciudad; atraído por la angustia y por la facilidad que una escalera de servicio
brinda. Estaba herido; no por la indiferencia de una mujer, sino por ver la
indiferencia que provocó en mí la caída en este estado. Ya solo, a setecientos
kilómetros de las personas que consideré amigos, escuchaba la noche y a José
José. Había querido con la intensidad que la juventud ilusionada puede, sin
pensar en el futuro. Recordé a mis amigos, mis compañeros en lejanos rincones.
Para nosotros amar era la plena entrega, sin importar distancias o ausencias.
Qué me imposta si su cabello es color cobre, si sus facciones no son las de
Dalina, o si Dalina no tiene el cabello pintado; ya tuve suficientes desvelos
para esta noche que termina. La fortaleza declina y me rodean los sonidos de la
música en el bar. Aún visto la chamarra delgada; que no cubre el frío; y en mi
mochila cargo lo necesario para escribir mil cartas. Gracias a mis zapatos
deportivos azules, tan desgastados como las frases de saludo cordial, he
avanzado hasta lugares antes desconocidos; mas no todos se encuentran en los
mapas; que me han servido de carruajes, de coches, de corceles. ¿Será éste el
inicio de mi nueva aventura?
Puse
a un lado mi corcel y mi armadura, descorché las botellas de vino, y con el
analgésico preparado y bebido, miré en las estrellas mi brillo muerto.
P.D.
Anexo una cinta magnética para que la escuches.
Al
reverso de mi voz escucharás unas palabras.
“Esta
noche del alma voy a dormir acariciando la posibilidad de soñar con Dalina”.
Mitra
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