Se destrozaba el mundo y el
inconcluso seguía en su estado habitual. Abriste el gabinete sólo para hallar
el encendedor y la cajetilla cerrada. La noche no deparaba mas que silencio y
hambre, somnolencia y la sensación de ser un día feriado en que no sueles
salir, pues bien, si no fuera por la conexión intermitente del wifi no hubieras
encontrado el Frogstomp de
Silverchair, con su Tomorrow que
afianzó la determinación perdida veinte meses atrás, donde tantos kilómetros,
cervezas, ovnis, sudores y polvo se desperdigaron en el camino. Luego vino Shade y el escenario cambiaba de emoción
en todas tus latitudes. “Don’t feel bad,
you are not the only one”. ¿Y qué? sumaste otro paso al medio maratón sin
que la velocidad te importara, otro sonido en el oído, otra sonrisa en un
buenos días, mas un pequeño temor a renovar el pozo que continua vacío. El 2eme
REP te espera con el paracaídas y el lodo pegado a tu rostro, todo para lograr
volver con sueño tras una jornada en el trabajo y poder colocar ese objeto tan
inusual en estos tiempos llamado CD original, y no sabrás si será Tool, Audioslave,
Silverchair, Nirvana, Smashing Pumpkins u optarás por algo de la vieja escuela
como Black Sabbath, Soundgarden o AC/DC, lo que sabes es que no será ni Agustín
Lara o Alejandro Fernández porque de tu boca los gritos estorbarán a las
estrofas. Mejor entraste en las memorias para ahogar los fantasmas.
-Otro whisky,
por favor... Sí, igual, con tres hielos.
-¿Y cómo dices
que te llamas? No escuché con esta puta al lado.
-Lovedy, André
Lovedy.
Recordabas lo
que mencionó Adriana diez años atrás.
-No vuelva
hablar así de una mujer en mi presencia- dijiste después que tu puño se alejaba
de su mentón. La mujer que por monedas bamboleaba el cuerpo al ritmo de Los
Cadetes de Linares con cualquier invitado del bar, te habló: “Gracias, señor
Lovedy”.
-Love, dime Andy- girando tu torso sobre
el asiento.
Tomando el
vaso en la mano derecha con la siniestra depositaste dos billetes verdes en la
barra y salías por las puertas reversibles para volver a montar la bestia sin
el 666, sólo la estampa de cobra pegada al guardafangos. Ya en el Barracuda setenta
y dos; tercera generación, color Chartreuse; la memoria USB colocó a Moenia
sobre el parabrisas con la Avenida Alcalde enfrente. La suela de tu bota hizo
que el platino de las bujías recién anexadas esa semana por César encendieran
tu adrenalina, la emoción de novedad, el brillo emanado de tus ojos cuando
saben lo que hacen y a dónde van desde aquella vez, en que siendo adolescente,
estabas en medio de la tormenta camino a casa. Atravesaste el cuerpo sólido del
agua sin poder ver, pero con la determinación de avanzar pisaras donde pisaras,
sucediera lo que sucediera.
¿Qué era el
fresco en tu 501? Olvidaste beber del vaso. No importaba, renovar el contenido
era cuestión de doblar en la esquina, poniendo freno de mano, y detener el
coche en el espacio del Seven Eleven, y mientras lo hiciste pensaste... No, en
ella no, en Jesús de Suburbia del que
habla Green Day, el mismo grupo que bautizó el boulevard donde vives, tu
madriguera, viejo lobo, tu Neverland sin ruedas de la fortuna; tu suerte no
había sido echada ni lo sería, pues sabes bien que en tus manos yace el destino
que te depara.
Dos botellas de
Jack, litro y medio de Marqués de Cáceres, mas cinco de William, te acompañaron
luego de la parada en donde supo Green Day que el hogar no siempre es donde
está el corazón. No estaban contigo Los Cobra ni Alonso, pero con ese pelotón
te sentías casi igual de protegido por ambos flancos como si en verdad
estuvieran reunidos contigo en el coche; de niños nada tuvo tu infantería.
Ahora, con Pearl
Jam y el ámbar de tu cosmogonía en los labios y en el hígado, Jeremy estaría a salvo y de sus muertes
se hablaría por futuros cantantes en bares de mala muerte, aun con la jeringa
en su brazo pero sin soltar el pie del pedal de distorsión. Eso te reconfortó
al pensarlo porque sería una alusión a tu Barracuda y las curvas de carretera
donde invadías el carril contrario sin hallar el tráiler. Sólo en una
carretera, la 40, durante ochenta kilómetros solía invadirte el miedo, pero no
era de morir, sino que la persona que visitabas estaría siempre pendiente de
que estuvieras bien y quería que en el trayecto no te ocurriera nada parecido
ni a un raspón. “Me mandas un mensaje cuando llegues”. Te pertenecía el temor
por que hubiera una persona preocupada por ti; el eslabón, el punto débil en la
estructura de seguridad. Y sabías de su sinceridad, por ello relegaste la
natural omisión de anunciar tu llegada al apartamento luego de comer carne
asada en su patio trasero. Deseaste ser el detective que hallara la cura para
su mal, pero para entonces habías cometido un error: No estudiaste medicina más
allá del aciclovir y la penicilina.
-Eso rimó- me
dijiste, y te avergonzaste de que sólo yo fuera el dueño de tus pensamientos.
Diste gracias
al Canaca por haberte hecho reír igual a como lo hiciste cuando en ese momento
se cruzó en el estéreo Gloria Trevi; cortesía de Tresviñedos, alias Treviño.
Mas ése no era narco ni poli, sino un vato loco de la esquina más seca en
Puerto Vallarta que te pasa música bajada de no sabes dónde. Todo en él era puntos
suspensivos.
¿Porqué
estabas en esa ciudad? No importa lo que me contestes. Lo sé. Lo sabes. Pero no
queremos anunciarlo. Tienes trabajo pendiente.
-Vergas, se me
olvidaron los hielos.
Horas más
tarde te dieron ganas de hablar con Pernille; la única amiga en la ciudad;
preguntar si ya estaba casada y con ganas de abrir otra tienda de ropa o había
vuelto a Dinamarca, pero una llamada a las tres de la madrugada, santuario
protegido por tu insomnio, no era prudente. Ni la más profunda borrachera haría
que hablaras con amigas, mujeres o enemigos, eso lo relegabas para el oído del
amigo que te manda a la chingada y luego dice que mañana ahora sí van a Don
Gibarone.
Luego
recordabas algo. Tu mente se detuvo en eso. La brecha generacional que te
separa de hallar sentido en un like de facebook, la normalidad de recibir
llamadas donde te encuentres, y el hecho que ya no se oiga el tono con que
solías conectarte a internet por medio de una llamada.
-Ya nada es
como antes.
Lo sé, lo
sé... Tampoco eres como antes.
-No soy lo que estoy haciendo, ni soy lo que
voy a hacer, pero gracias, Dios, por no ser lo que antes era.
La oración de
fuerzas especiales que recitaban los ex militares a tus neuronas reunió, pero
tú, hijo de Lovedy, no eres religioso, así que cambiaste a Dios por Whisky, y
la sentencia quedaba así: “No soy lo que estoy haciendo, ni soy lo que voy a
hacer, pero gracias, whisky, por no ser lo que antes era". Luego
intercambiaste esa palabra con cualquier tipo de alcohol, y la mejor sonaba con
CHEVE.
-Cheve-chevy-,
pensando que así le dirías al relevo del Barracuda. O a junior. No, él no
figuraba entre las balas ni en las resacas.
Había
remanentes en la memoria de cuando transitaste el Infierno junto a ex militares, de quien aprendiste técnica, fuerza
y destreza; pero ese Infierno no se
comparaba al que te mostró, alguna vez en la Universidad, Rubí. Bebimos medio
cuerpo inerte de Jack por ese recuerdo, esperando que la amargura del alma
fuera diluida con la que sentimos recorrer nuestras gargantas, las del
Barracuda, y las de incontables mujeres que nos recibían.
La noche era
oscura, no como todas las noches, sino más densa su tiniebla porque en los
Arcos del Milenio ocurrió frente a ti un percance automovilístico, y supusiste
que la rubia del coche azul recostada sobre el cofre fue la silueta sentada a
tu lado que subió el volumen, diciendo: “Esa,
esa...”, y la canción escogida era No
me arrepiento de este amor, con Ataque 77.
-¡Vergas! ¿A
qué hora te subiste?
-Estaba dormida, tío ANDE.
¿Era normal?
Paranormal.
-No hay nada
normal…
Y la silueta
que subió el volumen desapareció; entonces diste gracias al alcohol de que la
rubia te acompañara invisiblemente…
De ahí en adelante
sólo recordamos que, con The Doors de fondo, te dolió una parte que cuidas
tanto como las provisiones durante una campaña en terreno hostil- la noche ya
había destruido el día- y retiraste tu cuerpo.
-¿Qué pasa?
-¿Tienes un
piercing en la lengua?
Asintió y no
lograbas saber si ya te había dicho su nombre, o si preguntaste, y he ahí sus
ojos grises, casi blancos, la piel nívea, cabello rubio plata y la sonrisa
coqueta de una mujer que anhelaba estar con el detective privado en lo privado
de su soledad. ¿Hotel? Quizá. Al menos las sábanas estaban limpias y no había
paredes pintarrajeadas con aerosol. La decoración era llana, sin artículos que
resaltaran, hasta los muebles parecieron estar atornillados a la alfombra que
cubría el suelo. En sus manos tenía guantes sin la punta de los dedos. Eso sí
lo recordabas de cuando fuiste por hielos y la viste afuera de la tienda.
“Alterna”, pensaste, y la chica Alterna siguió
su tarea. “¡¿Dónde vergas aprendió eso?!”. Te volvía loco ver cómo desaparecía
tu cuerpo y volvía a surgir del abismo. Paraíso. Cinema Paradiso. Perdición. La
caída. “All right”. Y la armónica encendía el fuego con the action lady. Otra vez eras el Rockstar en que te convertiste al
bautizar tu apartamento en los días de Universidad.
Minutos más
tarde Los Fabulosos Cadillacs aparecieron en el televisor de plasma que colgaba
de la pared a la vez que ella se fue al baño a contestar su celular. No queremos sufrír, Ay ay… Dejaste unos
vales de despensa tomados de una escena
de los hechos y, desnudo, tomaste tu ropa y saliste por la puerta. Aún no
sabes si de eso vivía pero la costumbre hizo que dejaras dinero en la mesa de
noche.
Sí, era el
Holiday Inn.
666.
De vuelta en
la habitación rentada en Hostelito Inn
para las operaciones que desarrollarías, mientras esperabas el arribo de la
información de inteligencia de campo tomada por Fercio, decidiste
observar en la computadora portátil un programa de Eddie Murphy que tenías en
la memoria USB, “Delirious”; mantener
el temperamento templado sólo lo alcanzabas con risas que te adoloraran el
abdomen como si estuvieras realizando tu rutina de ejercicio matutino, si es
que la borrachera y la juerga te dejaba espacio. Claro que siempre lo deja.
Deseaste the red leather jacket pero
no los pantalones. Había mariachis desfilando por la calle de afuera, así que
optaste por echar una mirada entreabriendo las cortinas. No, Eddie era mejor en
ese instante.
“Motherfucker”.
Mister T.
“Mother fucker”.
The
ice cream man is comin!, the ice cream man is comin!...
Repasabas en la
mente el informe del periódico El Universal del día anterior.
Mas el sueño te
envolvió.
La luna
creciente se encendía, su color naranja asomándose por debajo de las nubes era
una cuchilla que estaba hiriéndonos.