Esa mañana antes del alba la niebla se
dibujaba informe sobre el horizonte pálido, y, al flotar sobre la yerba tupida
en la colina, el rocío se fue formando de poco en poco, y de tanto en tanto
ascendía la corona real del día. Sintió un movimiento telúrico en la espalda,
pero el sinuoso desbalance que se había solidificado en su ser tuvo por
epicentro al sonido que nació en el celular. En lugar de transferir la atención
a él, lo retuve en la conversación de las horas previas, las que sirvieron para
sembrar el sueño en laudes laxos:
-¿Buen día?
-No, todavía es
noche.
-Donde nace la
inmortalidad.
-O cuando
palpita la oscuridad en mis instantes- escribió-. Creo también los tuyos.
-También.
“Es una palabra
hermosa. También. Tan, bien”,
pensaba, rodeado por distancias y ausencias adscritas a esa conversación y
sentir. “Otro otoño. También. Otro sueño, otra muerte, otro sollozo, también.
¿Qué importa lo que traiga la ambición? También. Puede ser una palabra
agradable si se piensa en ella, también puede ser lo contrario, como cualquier
palabra. Las palabras cambian de concepto según la persona que las dicte. Supongo
que sólo se puede confiar en las sentencias que uno diga”.
-¿Qué haces a
esta hora de la imaginación?- ella inquiría.
-La imaginación
se libera. Yo… aún trato de descifrar lo que hago.
-Así somos.
-Preferiría…
Corrijo. Prefiero que hablemos.
-No puedo-
respondió más tarde, en el paréntesis suficiente para que él sirviese más agua
en su vaso, volviera al patio a observar el cielo estrellado y oyera cómo
saltaron los peces del estaque-. Sigo estudiando.
-Continuemos.
Prosiguió su
búsqueda al horizonte, diez grados al sur desde el este. Luego se dirigió a la
superficie que rompían las aletas y supo que tratar de acariciar el movimiento
de sus escamas sería improbable como el que la conversación por mensajes con
ella finalizara con más palabras. Aun así lo intentó. Era tibia y turbia, sin
vestigios del fuerte granizo que irrumpió sobre la ciudad por la tarde, sólo el
nivel del agua había aumentado. Al regresar al asiento del patio, tomar el vaso
con agua y la veladora, fue a la terraza para continuar el asedio del
horizonte. Pudo sentir el peso de su cuerpo al doblar la rodilla derecha, el
contorno de su torso, los límites que alcanzaba al extender los brazos para
orientarse en medio de la oscuridad. “Creo que esto lo leí”, se dijo.
-El edificio es
mi velero, el caza-estrellas.
Sonrió. Ciudad
por océano, las olas formadas por azoteas, y su presa sobresaliendo apenas:
“Ahí estás, te estaba esperando”. Vestía short rojo, sandalias, y un abrigo
desgarrado por detrás y en las mangas: Era la única armadura que lo protegía de
las inclemencias atmosféricas del septiembre en que se encontraba. Preparado
desde el verano y la primavera, la temporada en que relucía descomunal su ánimo
aparecía junto a esa presa ancestralmente perseguida.
-Orión.
¿Cuántas noches nos hemos dedicado?
Cada segundo
iba más lento, alargándose. A lo lejos se oía cómo partía un barco rumbo al
inevitable hundimiento. Y desde ahí lo percibí, todo en ese partir, en esa
longitud del tiempo que se negaba a terminar, a caminar, a empezar su recorrido.