-Mírame
desde la distancia, acércate con mi vida. Tienes el poder sobre tus manos,
manos suaves y femeninas, las mismas que trasminaron palabras escritas- pensaba
Lovedy, mientras chasqueaba los dedos, observando el firmamento-. Martha,
Mariela, María… tienes el mismo nombre aunque seas distintas personas. No estoy
seguro de que te llames Martha, ni de que tu nombre no sea María, o de que tus
padres te hayan registrado como Mariela; sólo sé que lo que se siente no tiene
nombre. Tiemblo como el agua que recorre el cielo en verano, cayendo desde tan
lejos para encontrarse contra los coches; contra los techos de las casas, las
aceras de las avenidas y las calles de las colonias; contra las plantas en el
parque y en el jardín de tu madre; contra personas en las tiendas y los
edificios del centro. El vidrio de mi sentimiento es claro y transparente, más
transparente que el brillo de tu cabello, o que el rocío del bosque cayendo de
los árboles, como ese vapor que emana desde sus cortezas para perderse en las
veredas, mostrando neblina por la mañana. Los pinos respiran, como tú y como
yo. Pero ellos no se mueven, están quietos ante la tierra que los vio nacer y
crecer. Debí seguir su consejo, no moverme de mi tierra, así no te estaría
extrañando ni pensando en que estás lejos, y que por más que lo desee, no podré
verte pronto, que la vida viene y se va sin tenerte cerca. Como una anciana que
carga un bebé, observándose la misma persona desde el otro lado del tiempo.
Incluso ellos lo saben, que la muerte acecha, y nadie se encuentra más lejos o
cerca. Puede que nunca lo sepas, pero el sentimiento crece, avanza desde tu
recuerdo, pasa sobre mi mente, sobre mis venas, abriéndose paso hasta mi alma,
creando su propio hogar, encendiendo una hoguera en el interior, que sé, que
acabará por encender todo el lugar. Como si fuese una fogata en el campo, que
no fue apagada, que no se tuvo la precaución de colocar piedras en derredor, y
que ahora, o después, terminará por fugarse alguna chispa hasta la hojarasca de
mi vida pasada, conflagrando el resto de mi futuro, ardiendo bajo el fuego de
tu nombre; ese eterno símbolo que cambia con las personas; los caracteres
latinos que evocan tu presencia y tu memoria, sin importar el lugar en que te
encuentres. Siempre las llamas logran vencer cualquier barrera que le imponga,
y cada hombre ha tratado de colocar muros más grandes, más gruesos, más
pesados, todo por no sentir el chispeante resplandor sobre sus rostros,
iluminando su expresión en alegría, una alegría visible ante los demás. Pretendamos
que nada ha sucedido, que ningún concierto escucharon nuestros martillos, pero
te aseguro, con la certeza de que moriré, de que no podremos olvidar nuestra
esencia pasada y retornará en el futuro. Aunque tengas hijos con otro hombre;
aunque el hombre te ame y tú a él; sobre que tu familia acepte tus decisiones y
tu descendencia se multiplique, como en estos momentos tu ausencia, puedo
decirte que me recordarás y yo a ti, y volveremos a comer palomitas en el cine,
regresaremos a jugar con el pasto entre nuestras manos, diremos una y otra vez
que la vida pasa y que no nos separaremos, sonreiremos cuando el paraguas no
detenga la lluvia, y continuaremos mojándonos con el agua eterna. Miraremos el
reloj y no sentiremos ganas de volver a nuestros hogares. Todos los mensajes
que nos mandemos regresarán con respuesta, y las palpitaciones renacerán tan
vivas como las flamas de los cohetes del quince de Septiembre. Aunque eso no
haya sucedido, lo viviré como si fuese así. Sí, debí seguir el consejo de los pinos,
así no hubiera revivido el nombre eterno de la mujer que acompaña al hombre, ni
hubiera sentido la sombra tibia de la noche al decir: Martha, Martha, Martha,
Martha. Las palabras estarían escondidas y bajo resguardo celoso. No proferiría
la palabra prohibida ni sus bifurcaciones. Seré como el río que sale de la
tierra, cambiando constantemente, chocando contra las rocas placenteras y
arrastrando troncos de pensamientos. Así, suavizaría mi fluir constante y nada
me detendría, nada, ni el nuevo nombre ni la conjunción de caracteres latinos
prohibidos de tu nombre, de lo que me estás clavando desde la distancia. Y
sobreviviría diciendo que fui lo mismo toda la existencia, y nada pasaría hasta
el rincón donde perezca, donde alcance la inmortalidad de la nada y el
infinito. Porque alguna vez fuiste periodista, otra ocasión eras estudiante,
también leías a Paulo Cohelo y a Cien años de Soledad. Pero después fuiste
médico, granjera, poeta, contadora, mientras tus manos no se afanaban en
encontrar el tiempo necesario para dedicarles el cuidado, el que le diste
cuando eras estilista, ni el que te faltaba por ser miembro de un partido
político. Eras la soledad sublimada en mujer, y te abracé, caminé a tu lado, te
dije palabras cariñosas y de aliento. Aliento tras aliento recibía tu alma, y
tu espíritu recibía mis palabras y mis chistes, sin quejarse ni pensar en el
futuro, sólo detenías tu andar cuando me preguntabas en qué trabajaba, y era el
momento que yo odiaba, porque sabía que no podría decírtelo, ni incluirte,
porque temía que llegaras a decir que dejara las armas, que ya no fuera un
soñador ni fumara, que eso no era de provecho para mí. Pero con cualquier
nombre que tuvieras, siempre optaba por pensar, por aislarme y decirme: cómo se
atreve a cambiar lo que no posee ni conoce. Caía en tus garras, y apretabas
cada vez más y más, convirtiendo mi piel en una sangrante herida de deseo, una
búsqueda por detenerte y decirte que no te fueras, que no desparecieras para
cambiar de nombre, que acortaras tus palabras y fueras más reservada, para que
no te arrepintieras de alejarme, y así: poner nuevos símbolos a tu figura,
convirtiendo el tótem en otra imagen santa, de otra religión y de otra tierra,
con diferente idioma, con un lenguaje olvidado del que se me ha excluido nuevamente,
y que sé… que terminará por arder con mi adrenalina.
-¿Qué tiene, Wara Wara?
-Estaba…- dijo André, pero pensó: “Me había olvidado de Mario. No hay
recetas para las pasiones, pero todas arden bajo la misma intensidad”-. ¿Hace
frío, verdad?
André entraba velozmente en el torbellino descendente, sabiendo a Martha
lejos, que existían personas a quienes él les agradaba, y descubriendo que
otras personas gustaban de Martha. Era una mujer completa, no hacía falta que
Lovedy la acompañara en el momento. Por ello estaba pensando en muchas cosas, y
luchó en contra de sus decisiones. Durante ese momento en que la recordó, su
atención se centraba en las ideas en torno a esa relación, similar a otras,
pero resaltando por la novedad y por las circunstancias en que se desarrollaba.
Las otras mujeres también amadas habían sido como el primer sorbo del whisky:
reconfortantes y tibias al comienzo, pero con los efectos diluidos con el paso
del tiempo, donde al término, sólo se les recordaba por la intensidad con que
se consumieron. En su imaginación renació la canción de: The world we knew,
de Sinatra. Se sintió, por un instante fugaz, como las plantas después de una
nevada, con el cuerpo marchito y destrozado por lo acontecido tiempo atrás.
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