I
-No veía nada.
-Cuéntame
desde el inicio.
Quien no veía
nada acomodó su cuerpo en la silla de madera que descansaba en la terraza del
conjunto habitacional; la cúpula roja de una iglesia a cuatrocientos metros de
distancia llegó de reojo a su mente. Luego el joven, cruzando los brazos y deshaciendo
el movimiento, dijo:
-Ese día, lo
recuerdo bien, era el último jirón de chochos que me metí. Además de ser
mi cumpleaños, obviamente acomodé mi entrenamiento de dos meses para que cayera
en ese día. Por la tarde fui a un concurso en el gimnasio de ver quién
levantaba más peso. Quedé en segundo lugar de todos los del gym-. El hombre
evadía mirar al joven de frente, no por ocultar sus propias cavilaciones sino
para colocar toda su atención a lo dicho; así supo que chochos era la
referencia a inyecciones de anabólico. Vestía playera azul claro con cuello en
V, pantalón de mezclilla, sandalias de baño y tenía el cabello alargado lo
suficiente para deducir que en cuatro meses no había acudido con el estilista. Aspiró
de su cigarro al oír-: Terminando, unos compas me invitaron a una reunión, así,
unas cheves leves-. Las dos palabras que finalizaron la frase le resultaron al hombre
un poema corto-. Fui y estuvimos ahí como hasta las doce de la noche, ya en
casa me quedé bien dormido. Sólo me tomé dos, para dormir a gusto. Y de
repente, ¡pum!, se oye que golpean tres veces la puerta, pero a madres, recio;
fue lo primero que oí y de volada me desperté y luego escuché a mi hermano que
gritaba: ¿Qué pasa?, bajé en chinga en calzones; estaba dormido, te
digo; y al llegar, que eran unos encapuchados...
-¿Cómo iban
vestidos, de civil o de policías?
-De
Estatales-. En la respuesta figuraba de implícito la palabra policía-. No sé de
dónde apareció mi jefe y dijo que qué querían. Sin dejarlo decir más lo
golpean, le dicen que se calle y preguntan por Fernando Olvera-. La mención del
nombre hizo que de la boca sacara su cigarro el hombre de playera azul por
pensar que el joven era buscado por adquirir ilegalmente las inyecciones-. Mi
papá dijo que era él, y de volada lo sacan, en eso que mi hermano se prende y se
agarra contra un policía y otro iba a darle un culetazo con el rifle pero en
eso me metí entre ellos dos, el policía y mi hermano, y le decía que calmado,
que yo era Fernando Olvera-. Hacía los ademanes como si ocurriera el evento en
el presente en que se encontraba con el fumador-. Yo para entonces levantaba 30
kilos más que mi peso, y me vio y quitó el arma, como que me tuvo miedo.
Sacaron a mi jefe de la casa-. Volviendo el cigarro a la boca, el hombre pensó por
tercera ocasión esa noche en que el joven usaba la misma palabra para referirse
a la misma persona en dos ámbitos diferentes en su vida: La familia y el trabajo-.
El policía que golpeó a mi papá escuchó lo que dije y le gritó al comandante o
no sé quién chingaos era, que había dos con el mismo nombre y le contestó que
se llevaran a los dos. Nos subieron y nos gritaban que no miráramos o nos
mataban.
-¿En qué los
subieron?
-Creo que eran
de esas camionetas de doble cabina que traen, pero la verdad no veíamos nada
porque nos taparon la cabeza con una capucha o algo así. Cuando uno escucha de
esto siempre piensa: “A mí no me va a pasar, los golpeo en cuanto los vea”,
pero ya estando, la cosa cambia-. Aspirando junto al tabaco la enseñanza de
vida, el hombre se dijo que el joven debía tener razón de sobra, pues conocía
que su musculatura de ochenta y nueve kilos, la estatura de metro ochenta, su
habilidad en artes marciales y su templanza, hablaron al unísono. Ese joven lo
había sacado de apuros en más de diez ocasiones-. Nos dieron varias vueltas en
alta velocidad por la colonia, como para destantearnos sobre el rumbo por el
que íbamos, pero sé bien que hay un bache enorme en una de las dos únicas
salidas, mientras que en la otra hay tres hileras de boyas. Nos sacaron por la
segunda. Oíamos que dentro con nosotros iba una señora, y todavía fuimos a
levantar más gente-. Contrario a lo que se pensara de estar despertando
personas en horas de la madrugada, bien sabía el fumador que estaba haciendo
mención al secuestro-. Nada más se oía: ¡Cállate, metete a la camioneta!, y de
fondo mujeres llorando y gimiendo. Mi papá se dio cuenta que estaba la mujer
temblando y preguntó: ¿Está bien?, pero no hubo respuesta. A mí me dijo: fíjate
dónde pisas, que abajo hay una señora; y los polis lo callaron a golpes…
Su
conversación continuó bajo las nubes de la tormenta que se avecinaba, dejando
caer las primeras gotas con la frialdad de un recuerdo amargo. Así el joven
explicó que esa noche sintió ser la última que habría de vivir. Explicó la
cantidad de personas que se preocuparon en cuanto supieron del incidente y la
forma en que aportaron apoyo; contactos, llamadas, cobro de favores. Explicó
que hubo presencia de psicólogos para algunas personas no relacionadas
directamente, que un matrimonio se adelantó, que tomaron precauciones tan
delicadas que incluso cambiaron de domicilio seis veces. Tomando nota
mentalmente del relato, los acontecimientos, las palabras, los sitios, el
hombre accedía a una determinación nada sencilla:
-¿Quieres una
cheve?
-Por eso las
traje.
Y el hombre
abrió dos Coronas de media de las que descansaban sobre el suelo. En su
interior coexistían dos pensamientos divergentes. Por un lado sabía que ese
joven lo conocía tan bien como para saber su paradero sin haber consultado a
persona alguna sobre el sitio en que estaría el hombre, y que el paquete de
veinticuatro cervezas era un presente similar al que se ofrenda a la divinidad
para que se conceda su petición. Por el otro, sabía que lo sucedido con ese
joven haría que saliera del claustro en que se imbuyó por meses. Bebió un largo
sorbo, acumulando las energías para lo que de ahí en delante sucedería, y dijo:
-We, agradezco
que hayas conservado el anonimato de mi paradero todo este tiempo, tanto como
de los secretos. Sé bien que no has venido a pedirme nada, que esta cheve es de
compas. Pero se ha traspasado una línea, y esa línea está dentro de mis
fronteras.
-Lo mejor es
no moverle.
-Algunas veces
es imprescindible dejar de lado las preocupaciones para arreglar los desmadres.
Y tú, Fercio- el joven sonrió y el
hombre se le unía antes de continuar-, eres fuerzas
especiales. Nadie toca mis instrumentos sin pagar el precio.
Aquellas
palabras destrozaron la tranquilidad que los había envuelto al haberse visto una
hora antes en la entrada del conjunto habitacional. La satisfacción del
reencuentro esa noche se nubló por realidades del pasado, y ya los días
perecerían si llegaran a olvidar lo que dijo el hombre después de beber de su
cerveza:
-En el mismo
silencio con que me cobijaste se guardará tu nombre en lo que de ahora en
delante suceda. Estás separado de la situación.
El joven
enmudeció y sobre su rostro cruzaba la expresión de duda propia de las
sentencias que han de reflexionarse. Luego de sopesar las palabras en la
balanza de la inquietud y el sosiego, para romper la tensión en su ánima dijo:
-También traje
tu encargo. Lo dejé en el carro.
-Muchas
gracias. No te imaginas lo que vale una buena dotación de whisky en las
montañas cuando se está solo. ¿Cuánto te debo?
-Éstas corren
por mi cuenta.
-No inventes,
Fercio. Es una lanota. Aparte, con eso de que te quieres matrimoniar- ambos rieron levemente-, te hará falta.
-Así déjalo. Lo
aceptaré como dote. Ah, no, ¿verdad?; eso es de los papás de la novia- después
de recuperar el aliento por una carcajada en los dos inquilinos de las
tinieblas, entrechocaron las botellas.
-Un brindis
por los elementos que parten al más allá para preparar el camino en terreno
hostil hasta que llegue mi arribo. Cuidaré su retaguardia.
-Mi
retaguardia es lo más preciado.
-Por suerte
cuando me visita la muerte tengo a mano el cuchillo para cortar la soga.
-Te lograste
zafar…
-Por siempre.
-Ha de faltar
poco para que tropieces con la misma piedra…
Caía la
botella de Corona de la mesa al oír eso, y en el aire la tomó el hombre con la
mano derecha, bebió de un trago el resto, y enunció:
-Como special forces soy el primero en llegar
y el último en partir. No será fácil mi ida. Primero dos batallones y un
pelotón de francotiradores he de llevarme a mano limpia y con los ojos
cerrados.
Repostaron las
bebidas entre risotadas, y decidieron entrar en el apartamento porque la lluvia
comenzó su azote sobre las superficies. Retumbaron los cielos, el viento se
movía a bocanadas, y no hubo aviso de la inminencia por hallar refugio; ya no
era sólo por la lluvia. Mas por un minuto el hombre se quedó de pie en la
terraza, observando los cañones de acero, las paredes de luz, las cúpulas de
las cinco iglesias en el centro histórico; cada una con su campanario en
sosiego; las luces rojas indicadoras de las antenas de radiocomunicación, los
tanques estacionarios de gas, los contenedores de agua, el edificio de la
compañía telefónica, los nogales, sabinos, bambúes, pinos, la hilera de faroles
en las calles, el grisáceo del cielo confundiéndose con cada componente de la
panorámica, sintiendo la frialdad de su cuerpo expuesto al agua, consonando con
el tacto sólido de la botella en su mano, con las ideas que vinieron a su mente,
las efectuadas años atrás y las que debía de realizar; aquello era el bautizo
de su reentrada a la civilización de la que debió huir.
-Métete.
Y en silencio
el hombre fue hacia la voz que cargaba el paquete de cervezas. Ya en el
apartamento el joven comenzó a cantar mientras escogía música de los estantes
de discos compactos.
-¿Supiste lo
de Karina Montero?- escogió un álbum titulado Enema of the State.
-Oí algo.
-Pobre-. El
hombre tomó asiento sobre un banco de plástico, mientras su amigo hizo lo
propio con el equipal.
-Desgraciada.
-Pobre
desgraciada.
-De perdido lo
hubieran hecho en seco. ¿Para qué mantenerla en vela si ya estaba fichada?
Colocando a Blink
182, Adam’s song, ambos manipularon las
emociones que se descosían de sus entrañas. La adolescencia, la época de arrojo
y valor desmedido entrelazado a la incertidumbre del porvenir, renacía en sus
almas; nada importaba y todo importaba al mismo tiempo, de ello no podrían
enajenarse hasta acumular sufrimientos y decepciones, placeres y chicas,
insomnios y sueños. Si fuera tarde y de noche, no les importaba lo que
sucediera, su conversación ameritaba la expansión del encuentro. Luego vino All the small things. Minutos más tarde,
ya con la mitad de las cervezas vacías, cambiando a Cadetes de Linares sin volver
a la plática sobre los Estatales, el joven dijo:
-Deberían
componerte un corrido.
-Sólo si
hablara de…
-Viejas de
secundaria quitándose los calzones- alzando la cerveza recién abierta.
La risa en
ambos continuó durante dos minutos.
-Fercio, me
conoces muy bien. Recuerdas esa morra de la que te hablé.
-¿La del
casorio?
-La mesma. Pues ya te la sabes, sólo a ti y
otros cuatro compitas; Alonso y Los Cobra; les conté del evento para que fueran,
y neta que si se armaba no había pedo, ya que si no me latía y me hacía uno con
el viento, desaparecer, pues ya corría por mi cuenta; ya ves que se me da; pero
el chiste es que nadie de la familia supiera. Pero si todo iba bien, ya sería…-
detuvo sus palabras, y una que termina en zeta se le iba a escapar, pero la
detuvo en la garganta-. No importa ya… No quiero pensar más en eso… Puedo
recordar todo el itinerario de esos cuatro días, los horarios, lugares, climas…
pero… No se compara con Rubí.
-La…
-Ni lo digas,
que los muertos pueden revivir- interrumpiéndolo, bebió todo el contenido y
remplazaba su cerveza, dejando la mirada en un punto que parecía atravesar el
muro de la habitación.
Un amplio
silencio ofuscó las carcajadas que hasta ese punto habían compartido. A la
mente del hombre vinieron un sinnúmero de temores, de anhelos, todos enterrados
en el ayer de los días pasados junto a Rubí. El aroma de su piel, la voz suave,
la variación de tinte en su cabello, la serie de lunares que aparecían sobre su
piel blanca, el vestido de graduación color fucsia, las promesas; algunas
rotas, otras inconclusas, pero la mayoría en pie de guerra; las fotografías, el
bote de proteína donde guardó objetos para que fuera una máquina del tiempo
enterrada en lindes lejanos, las frases en cartas y recados, los barandales
negros de su hogar, su cuerpo de cintura pequeña con pechos voluptuosos, la
hora en que su madre le llamaba a ingresar en casa, las veces que bajo la
lluvia la poseyó, el color ambarino de su mirar, esas ocasiones en que la amaba
con locura, la locura con que se atrevió a desnudarla, el ser la primera mujer
que amó, los sitios públicos en que lo realizó, el disco de Zurdok que colocaba
en el estéreo de su alcoba para atenuar los ruidos sobre el colchón, la caricia
que ella efectuó con las puntas de sus dedos sobre su rostro rasurado el día
después de Navidad, esa llamada telefónica donde ella contestó y su boca estaba
ocupada en darle placer durante las pausas, la invitación a quedarse en casa de
su abuela, el amanecer que presenciaron en un taxi, la fiesta de quince años
donde ella jugó con las manos bajo la mesa, Galleta, la biblioteca, su gusto por
el tacto de la almohada, las veces que la maestra de inglés hizo posible que se
conocieran y fueran equipo de dos por diez ocasiones, los lonches que le
preparó para el trabajo, la silla de la universidad que quería robar para
usarla de un modo secreto, el verse juntos al desnudo sobre el espejo,
abrazarla, besarla, labios inolvidables, haberse levantado de la mesa para ir
con ella a la pista durante la graduación al verla sola mirando a todos lados
cuando los padres fueron a bailar con sus hijas, el medicamento a base de miel
y propóleo que su madre le dio al oírlo toser en la banqueta, las veces que
caminó tres kilómetros de un hogar al otro pensando que valió la pena, las
conversaciones afuera de su casa hasta entrada la noche, cuando la topó en el
autobús, Nico, la casa de infonavit que su madre tenía donde se citaron una
noche y que ella llevó toronjas y cobija, sus niñerías, las películas, el
collar alrededor de su cintura, los cines en donde una mirada anónima
presenciaba su arrojo, las llamadas telefónicas y los mensajes al celular, el
recordar su número de memoria, tornasol, el significado del código, el
relicario de oro blanco que le dio luego de guardar el dinero de dos quincenas,
las lágrimas que derramó durante su graduación en donde bailó con ella, los
regalos que se efectuaron que incluyeron celulares y casas de campaña y discos
compactos, la afrenta que un familiar hizo ante ella de la que la defendió, Sarah
Mclachlan, Weezer, EL LUGAR, pero sobretodo saber que aquello era una parte
adherida a sus palabras hirientes, el oscuro pensar que lo invadía, sus
contradicciones, los cuarenta kilómetros que caminó por la carretera para
alejarse de ella e iniciar una nueva vida, el retraso crónico de hasta hora y
media, la intranquilidad anímica que pasó fumando en el patio para distraerse
del sentir, el numerar los hombres a quienes les abría la puerta de su tiempo,
los secretos, las deducciones obvias de las que destacó que había probado
drogas ilegales, su eres muy perspicaz,
el suceso del concierto de Café Tacvba, los llantos silentes, el saber que
madre estaba al tanto… Nada de ello diría el hombre, pero lo sabía.
-¿Sí te conté?
-¿Qué cosa, Fercio?-. Se incorporó y abrió la
ventana cancel de par en par. Sostuvo el cuerpo erguido en dicho punto,
pidiendo que colocara el disco de Zurdok.
El joven
comenzó a mencionar que Rubí fue exiliada de la casa de su mamá, que vivió un
tiempo con la prima, y que incluso de ese hogar de cuatro también la corrieron
con todo y pucheros.
-No mames,
¿neta?- volviendo a su asiento.
-Sí.
-La verdad sí
me imaginaba que andaba en malos pasos, pero tanto así… El caso es que… ¿Cuándo
pasó?- renovaron botellas, y el hombre le adelantaba por cuatro.
-No recuerdo.
Más o menos como un año y medio, o dos.
-Por ese
tiempo tuvimos contacto, y me dijo que había tenido problemas, que por eso no
se había comunicado-. La realidad era que el hombre pensó: “Si es lo que busca;
su perdición; es cosa de ella, ya no tengo qué ver con su vida ni debe
importarme”. Pero en el fondo, muy en lo profundo de los secretos, se
preocupaba por ella y haría lo que fuera necesario por extender la ayuda que
The Beatles pide en la canción de Help-.
Fíjate lo que son las cosas. Siempre estuve con esa certeza de que su incursión
en las drogas la llevarían a problemas familiares. El único problema es que, te
aseguro, ni con eso que le ha pasado entiende o agarra el hilo de las
consecuencias. Podría decirte que me alegro por ver que en realidad tuve razón
en aquel año, hace siglos, en que mi corazón le pertenecía y se lo dije, le advertí,
pero no, no me alegro, la realidad es que estoy neutro.
Tras un minuto
de silencio, el joven dijo en voz átona:
-Salud.
-Salud.
Entrechocaron
las cervezas y el hombre se dirigió de nuevo a la única ventana que daba al
exterior, dejando que el aire frío del pasado recorriera su piel con antiguas
remembranzas y vivencias. Ningún amigo, en meses, lo había acompañado a
observar la panorámica que desde ahí reinaba, mas no era por soledad, por carecer
de amistades, sino por la precaución que hubo de tomar tras un suceso que lo
alejó de todo contacto humano, civil, fuera de Fercio.
-Oye, tengo
ganas de manejar tu coche, está con madres.
-Corre chingón-
contestó Fercio.
-¿Qué te
parece si damos una vuelta? No es de a huevo.
El joven, en
su semblante, estaba expresando que pensaba en lo prudente de dicha invitación,
luego dijo con júbilo:
-Va. Pero aquí
cerca. Y primero bajamos tu encargo.
Sin
importarles el estado meteorológico se dirigieron al coche, un reluciente,
blanco, casi nuevo, Mazda 3. Habían transcurrido un par de horas, más la media
de chistes y risas, para cuando vislumbró el cuarteto de ojos el coche. Prepararon
el paquete con las botellas de whisky, lo llevó el hombre a su apartamento, para
pronto subir de piloto al coche. Ya dentro, metió la llave en el orificio de
encender.
-¿Qué pasa?-
preguntó el joven al ver que no arrancaba.
-Men, gracias
por todo. ¿Cuándo te casas?
-En abril del
otro año.
-¿Harás
despedida de soltero?
-Claro, y estás
invitado. Sólo que no lleves a tu harem de bailarinas turcas menores de edad.
Sin reír, el
hombre, con la mirada al frente, dirigida a una gota de lluvia que velozmente
caía unas siete cuadras al frente, contestó:
-Fernando,
cuídate, hay retenes- abrió la portezuela-. Ten- dejó un par de billetes con Miguel
Hidalgo sobre el freno de mano, para luego descender del coche y dirigirse al
complejo de apartamentos.
El joven no
supo qué pensar, a su mente vino el cúmulo de hechos que en alguna ocasión,
cuando el hombre pidió su ayuda para desaparecer y encargarse de sus asuntos en
la ciudad, le contó que había realizado. “Le vino de nuevo”, pensó, luego descendía
del asiento de copiloto, subió al coche para conducirlo, y tras ver que la
espalda del hombre de playera azul se difuminaba detrás de los vidrios en la
puerta del complejo, encendió el coche y partió.
El hombre, sin
mediar palabra, ascendía con suprema lentitud los cuarenta escalones que
separaban la calle de su alcoba, el refugio, y su sombra se retuvo en las
paredes interiores que le darían cobijo esa noche, dejando la vista sobre el
diploma de detective enmarcado; que no es más que un recibo del Seven Eleven al
que acudió a comprar los primeros cigarros después de una temporada de intenso
entrenamiento con ex militares. El mundo a su derredor seguía con los mismos
rituales diarios, sin detenerse a extrañar su existir, su memoria, su pasado. Girando
la mirada hacia el escritorio vio encima el rompecabezas unido sólo en las
orillas; restaba el interior de las mil piezas.
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