martes, 6 de octubre de 2015

La sombra del mar (trazos)


“¿Qué hace una persona al alcanzar la flama de la inmortalidad?”, me pregunté en silencio y su longitud permanecía, aislada del tiempo. Un murmullo gutural a mi lado rompió la pregunta, sin responderla.
Consciente antes que se fraguara cualquier reflexión lumínica, encendí la computadora con el apetito que me llamaba a devorar. Giraba el sonido suave dentro de la habitación en la lenta mañana, y los despertares asíncronos deformaron la paradoja que el sueño había sido. Al paso del tiempo rayos solares golpearon el muro blanco a través de la cancela, anidando en donde lograra reunir un promontorio de solidez. Sombras reunidas mostraron la textura patrón de espiga con escalas de grises del saco, el pantalón de gabardina arrugado; encima de la única silla; playera color melón, y un vestido que me recordaba al celofán envolviendo un postre de menta, tendidos junto a la cama.
Olía a la dedicación monástica de las habitaciones aseadas cada tercer día, la resonancia de la soledad quebrantada por civilización y las alfombras que son sacudidas al sol. Ella Fitzgerald era un juego sobre la mesa; Sinatra, en su juventud de corazón, ingresó con la precisión quirúrgica de la mano al descansar en el torso masculino. A primera vista el jueves parecía un domingo cualquiera. Sus dígitos adquirieron calor. Fue ahí donde perdí el aliento. Desperté.
Frescor insomne, calor ausente: El mundo apenas inauguraba su llegada.
A veces mirar el techo se torna en el velo de los pensamientos. La rugosidad de la memoria se trasladó al muro, simples gorjeos matinales de los pájaros sirvieron de orquesta. Recorrí el paso del tiempo sobre su piel con la vista. Sin aromas reconocibles, el inicio del despertar me animaba para nombrar todo elemento que percibía. Blanca y tranquila, envuelta de tonos de piano y notas plegadas en camisón floreado, el compás de su respiración me contestó que de ahí en delante los días de vida que lograra despertar, serían la herencia que había costado más de un llanto.
Tras cuatro horas de sueño, la boda cancelada y cinco años, el sueño terminó.
-¿Qué hora es?- preguntó como si soslayara la presencia del flujo temporal, sin abrir los ojos.
Al anunciar la grieta en el tiempo, despejaba sus ojos para después incorporarse e ir al baño. Los matices de su cabello y la amplitud de la superficie blanca y floreada se perdieron tras la puerta de seis vidrios. Había transformado su ausencia en presencia, el mutismo en voz, la parábola en línea recta. Sin pensar en cómo palabras, papel, sobres y estampillas lograron transformarse en carne y cabello, saliva y ese característico reflejo que se percibe en la superficie de la mirada, me di cuenta que las palabras podían adquirir forma. Oí el agua, los movimientos tonales del mecanismo, el murmullo apagado de la piel restregando jabón de manos, para después presenciar su estatura bajo el dintel. ¿Era la misma que cinco años atrás sostuvo mi mano en un instante parsimonioso? Tal vez. Sólo sé que entretuve la atención en descifrar el recorte de la figura al trasladarse al colchón, sin que la memoria anunciara algún intruso en los recuerdos.
Para ser exacto, no podía dibujar su presencia. La nitidez del sitio en que la conocí fue difusa, al igual que cualquier recuerdo de alguna comunicación tenida.
-¿Qué piensas?
-Nada.
¿Cómo explicar cuando sabes que una metáfora idílica se materializa y te habla?
Permanecí oyendo la música que aventajaba la aparición de sentidos.



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