-Descansa.
Hizo un movimiento reflejo que más tarde pausó.
-Mejor mañana. Es que…
-No te preocupes.
-¿No tienes sueño?- él negó-.
¿Seguro?
-Te dejaré dormir. Voy afuera a
terminarme el vino.
Mediante un sonido gutural la
mujer, recostada y semidesnuda, accedía sin recelo. Tomando la copa y
rellenándola hasta el borde al interior de la habitación, apagó el televisor
para silenciar a Miles Davies, llevó sus determinaciones hacia la corriente
lenta de viento del exterior, caminando lo menos ruidoso que pudiera lograr con
las plantas desnudas a través de un corredor con piso de madera. Atrás, sólo la
pequeña lámpara verde de lava permanecía como vestigio de la velada; media
botella de malbec, un tazón de avena, dos cucharadas de gelatina blanca y roja
mas tres bocados de ensalada de pollo para ella. Él prefería evadir cualquier
alimento al beber. Pero, la verdad es que permitió que ella colocara una
galleta salada en su boca; ese gesto siempre lo había hecho perder los
estribos, caer en la red: era la mejor carnada para lograr atraparlo, y ella
debía saberlo.
Copa en mano, ya afuera; en la
terraza de la segunda planta donde podía ver las siete iglesias iluminadas, los
cañones urbanos, y vigilar los movimientos de las nueve calles aledañas;
cubierto su torso desnudo con la polifonía de la noche, estrellas y murmullos
de ramas y hojas, puso a Chet Baker en el celular. Bebía a lentos sorbos,
mirando al horizonte. Hubo algo de familiar en ese momento, había algo
desconocido en los actos y hubo un sentir ancestral que parecía repetirse. Miró
la hora. Faltaban segundos para dejar de celebrar su cumpleaños. Tres mil setecientas
horas antes y en el transcurso, pensaba en lo que sucedería con ella, por ella,
a su lado, sin su presencia y en su presencia. Cualquier augurio se confirmó y
cada uno se negó con la solidez con que se plasman recuerdos y remordimientos.
Bebía lento; Chet fue el
compañero indicado ante la continuidad de respiros. La ciudad lucía igual al
año anterior, el bisiesto, donde ella no era ella y tenía otro nombre y más
cabello, donde él durmió primero y pretendió olvidar que había otra, de la cual
meses atrás recibió mensaje al celular y que respondió con una lista de
mentiras. En verdad Chet hacía pasajera la daga en que se transformó existir en
el mismo sitio.
Pensó en la triada de elementos que
lo invadieron minutos antes: lo familiar, lo desconocido, el sentir. Meditó. Sorbía.
Fumó; hábito renovado como la triada conocida. Durante su juventud preparó la
receta de su noche, cita, perfecta. Los ingredientes, las palabras, el tono en
que serían dichas, la música, los cubiertos ropa y sonrisas se pensaron con
años de antelación a concebir la unión de su nombre a otro femenino. Durante aquel
tiempo lo primordial, creía, era la contraparte, la compañía, “ella”. Lo demás resultaba
mero adorno. Meses, años, accidentes. Cambios de residencia, trabajos, besos y
tardes. Ríos y tormentas, así como amistades y pliegues en la piel se sumaron y
restaron para cuando su receta perfecta logró cuajar. Eso, eso era lo que
pensaba, lo que inundaba los intersticios de la mente que naufragaba en tratar
de memorizar nombres y apellidos.
-De nuevo…
La escena cuajaba y olvidó la
cantidad, los sobrenombres, domicilios, fechas, sitios, frases encriptadas: “ellas”.
Existió el: está es la buena, con ella sí, ya qué…
Miró la hora, el cielo, las
líneas difusas de los demás edificios alrededor y My funny valentine terminaba. Con precisión cronológica el año
anterior lo hizo; quizás seis meses antes también, y conforme hurgaba en los
recovecos de olvido anexaba nuevas fechas y nombres. Fechas. Nombres. Olvido. Sentir.
Ahora lo reconocía, en un punto
de la cocción había perdido la sutileza, la fórmula, la novedad, lo
irrepetible, ese instante único hasta lograr copiarlo mecánicamente. Gestos ensayados,
palabras, silencios.
Miró la hora, el movimiento de
manecillas a través de la ventana cancel del interior de la terraza, el
campanario más próximo: ahora se hallaba encima del coche con rumbo a otra
ciudad.