Tenías de enemigo el crónico aparecer de la depresión psíquica, el resucitar de los dinosaurios, y al humo que rodea el alma del viento. A través de los inciensos en las paredes se ciñeron tu paso y permanencia en este holograma, clave de enigma, yugo de la eternidad. La juventud se iba quemando mientras en otras lenguas se ocultaron los sentimientos. Como un libro recomendado, se perdió en el vacío el tiempo de las conversaciones que terminan por falta de dinero, mas luego se sembraron estaciones, aromas, sombras de transeúntes a cada espresso bebido durante las imágenes. Aguardar a tu hilera de faroles se volvía la premisa. En imagen e imaginación se construyeron los mundos rutilantes, la oferta de un acosador, y el sonido de las grullas. El fuego y la comida y el chaleco salieron de la mochila el fin de semana, y aún no los devuelvo por que la lluvia continúa el ritmo del Blues. En movimiento telúrico se levantó tu decisión contra la decidia, enfrentándote a la música, hablando con la simpatía de las sirenas. Con mis botones presionados, no hubo abismos sin llenar con miserias del ayer. Ahora que no hay temor del pasado, cubres los cuatro puntos cardinales de mis coordenadas. ¿Sabes? esa palabra ha sido el eje de cada carta anterior, en las que los cambios se padecían al sentirlos recorrerme. Y sin conjuros ni esperanzas, las oportunidades se presentaron bajo plenilunio. Todo puede pasar, no hay sorpresas. Hoy, que vi al verdadero Kasián personalizado en su retrato, oímos I'm a fool to want you desde el otro lado del sentimiento. Enmarañada de metáforas y sombras y realidades, el mensaje se traspuso a las edades. Si en un momento partí, el tiempo bebido como vino llevó el cauce hasta la causa que, un día, hace días, se resbalaron lágrimas hasta el bosque. Equivocaciones: innumerables. Aciertos: Sólo uno: Ser al lado de la sombra que comprende, que siente, que inspira al ajedrez partido.
Ahora que ha girado la Tierra, sé que seré el mismo tótem que idolatra tu infancia en el transcurso al ahora. De aquellas tres páginas de los muertos que aman se aclara la creencia. De guerras y batallas estuvo sembrada la senda al bajío, y con mis refuerzos frescos, puedo lanzar un grito al aire para llegar hasta tu sonata.
martes, 30 de septiembre de 2014
martes, 23 de septiembre de 2014
Bebé (madre)
Fuente de vida
búsqueda interminable de eternizar al éter:
De noche oír a Lennon hablar de amor
por la tarde Tchaikovski
hasta que en Navidad la juventud diga adiós
a las armas
al miedo
a
los estigmas:
Que empiece
su mensaje
"Un día menos para ese algún día"
y devuelva la pieza perdida en una catedral indomable:
Quizá haya flores que te aguardan en el refri
una botella vacía por mi impaciencia
y la cama destendida
pero la música nunca faltará
bebé
empieza de nuevo
otra vez,
y así hasta disolver el hueco del anillo:
Toma el tiempo como vino
y al vino sírvelo en las copas invertidas:
Coloco otro álbum
bebé
junto a tu colección de historietas:
¿Oyes el juego de hologramas que danza en barriles?
Sí,
bebé
es la flama de tu candela
muchacha:
Qué rojos tan intensos envejecieron
las ruedas giraban
y te leía Neruda bajo las estrellas:
Para ti el siempre es ahora
bebé,
ese nunca jamás llega
y de tu mano camino hasta mañana:
Descansa
héroe felino de sueños delgados:
Tu profundidad anida en los arcoiris escondidos en la montaña.
viernes, 19 de septiembre de 2014
domingo, 7 de septiembre de 2014
Casablanca
Anoche dijimos muchas cosas. Dijiste que tenía que pensar por los dos y bien, lo he hecho. Y te diré una cosa: vas a subirte en ese avión con Victor, a quien perteneces.
lunes, 1 de septiembre de 2014
Déjate los aretes
cuento de 2009
“Déjate
los aretes, me recuerdan a tu madre. Son los mismos que traía, el mismo color,
un poco menos brillante, en la misma juventud se posan, con la misma forma de
semicírculo”, me dijo mi padre el día de mi boda.
Ejemplo
de vida fue su amor por mi madre, Kiara Dolly, convertida en Kiara de
Casseignau el veinte de Noviembre, de un año, de una época pasada.
“Me
gusta la forma particular con que iluminas tu derredor”, fue la frase con que
ella cedió, sus muros cayeron, ella cayó, sobre los brazos de Seoane, Seoane
Casseignau.
Los
días suben y caen, se suman y se van. Son como las hojas de este otoño, presas
del viento, desvaneciéndose en la distancia y el olvido, como un amigo que
parte en un viaje. Noviembre inicia entre los remansos de un viento que se
escurre por las calles, entrando por piernas y árboles, entre cabellos y ramas,
desarreglando el follaje, peinando las cabezas, o despeinando a las mujeres sin
velo ni sombrero. Se acerca el aniversario, o lo que sería uno más, el
treintaicinco.
Recuerdo
los días en que mi padre dormía a la luz de mi mirada, descansando las doce
horas de labor entre máquinas y herramientas, con los compañeros exudando
esperanzas por alimentar a sus familias, ansiando llegar a casa para continuar
con la rutina de siete días. Siete días desaparecía antes de mi despertar, y, a
su regreso, mi padre cenaba los garbanzos como si el banquete perteneciera a la
nobleza, sin despreciarlo, sin pedir más de lo que le tocaba por ración y
ocupándose de que los demás estuviéramos plenamente satisfechos. Mis tres
hermanos, mi madre y yo, hacíamos lo correspondido, ella se afanaba en sacudir
el polvo que se rociaba entre los muebles y el suelo, quitando el lodo de las
prendas, algunas veces con lágrimas, otras sólo con agua y jabón. Giovanni, el
mayor, pero de más baja estatura, había conseguido un trabajo como peón de una
miscelánea, cargando abarrotes para después descargarlos y formarlos en los
anaqueles, eso, después o entre fricciones de la mopa para lustrar el linóleo.
Conforme
crecía, vi cómo los miembros de mi padre adelgazaban con la edad, incrustándole
también agujas blancas sobre su cabello, multiplicándose, hasta que las pocas
restantes coloreaban los costados de su cabeza. Un encorvamiento sobre su
columna se montó, disminuyéndole la estatura.
Un
cabeceo, leve, perceptible desde cerca, un tanto perceptible de la lejanía, fue
la invitación que mi padre extendió a mi madre, pero, en aquellos tiempos, como
Seoane se dirigió a Kiara. Él estaba descansando el peso de su delgado cuerpo
contra una pared en el extremo de la pista, Kiara, rodeada de mujeres jóvenes,
se encontraba del lado opuesto, sentada en una de las veinte mesas con manteles
blancos, detenidos por jugueteos de parejas por debajo, y por un arreglo de
camelias adornando las tres velas encendidas, con perfumados olores de
vainilla.
Kiara
recorrió entre parejas la pista, continuando con la invitación de Seoane,
discretamente disimulaba la sorpresa, colocando sobre su rostro una máscara de
indiferencia, con un toque de elegancia, la que su vestido; regalo de su abuela
a la mía, y de ella a Kiara; no podía dar para entonces. Así; cargada con el
aroma de finas gotas del perfume de su mejor amiga, Zuhey; acercaba su amplia
cadera que contrastaba con la falta de escote. Para ser una veinteañera, haber
sorteado entre pocos pretendientes y con la nariz curveada, sentía aún
esperanza por parecer atractiva ante algún joven, valiente, aventado, capaz de
cruzar el puente que su imagen representaba, capaz de llegar hasta el mundo
perdido que se escondía tras la maleza que en días normales, sin fiesta, eran
sus cabellos.
Seoane,
hombre solitario que asistió a la milonga por invitación de un volante
adquirido en la plaza principal, uniformado con la poca confianza que un par de
zapatos con un agujero en la suela dan, pero con lo mucho que un traje; que le
quedaba grande y era prestado; ofrece. Había decidido, después de dos horas,
atreverse a invitar a bailar a una chica. Su par de anteojos era como un parche
de pirata, cubriendo con el espesor de la lente el ojo izquierdo torcido.
Defecto congénito fue descrito por la enfermera a su madre, pero él
orgullosamente lo nombraba: marca de coquetería innata. Desde entonces, y hasta
donde lo recuerdo, siempre tenía, a lo mucho, dos centímetros de cabello sobre
su cabeza, cuidando que la cera o la vaselina acomodara algún rebelde que
quisiera escapar al orden, la disciplina, la que estaba íntimamente pegada a su
forma de vivir, y lo deseaba mostrar hasta en su manera de peinarse.
Un
violín friccionó las cuerdas, y al fondo unas manos hacían estremecer los tambores.
Tras un corto periodo, otro violín hacía su aparición, acompañado de un furtivo
acordeón. La canción no era veloz, sino era rápida la inteligencia de Seoane
para mover a Kiara. La canción no tenía letra, por lo tanto, no había cantante,
pero esto era lo ideal al momento.
Desde
el inicio de los segundos violines, Seoane tomó con sus dedos huesudos a Kiara.
El pulgar izquierdo servía de sostén a los cuatro dedos derechos de mi madre,
anudados por los cuatro de la mano izquierda de Seoane. La mano derecha
sujetaba la espalda baja de Kiara, y sus mejillas comenzaron un acercamiento. Los
torsos se unieron, y el palpitar de sus corazones comenzó a vibrar al unísono.
Con la velocidad y las pausas de la música, ambos movían piernas y pies sobre
la pista, dejando a los inútiles en el centro, ellos estaban muy ocupados
recorriendo el borde, mostrando sus afinidades al público. Kiara hacía ochos, y
algunos recules fueron vistos por primera vez en aquella ciudad, todos
provenientes de la pareja. Los ganchos intercambiados, por Kiara y Seoane,
hendían el aire sin resistencia.
Ambos
tenían la mirada ausente, observando hacia la espalda de los demás. Parecía que
Seoane pensaba en su trabajo en Palermo. Simulaba Kiara ayudar a su madre en
Mar de Plata. Pero ambos mantenían el ritmo, notándose su presencia en la
pista.
Al
girar, los cabellos de Kiara, reunidos en su nuca estrechamente en chongo,
comenzaron a sufrir embates del humo en silencio. Los músicos detuvieron un
segundo los violines, dejando paso a un melancólico piano.
Encendido
el estéreo, el hombre sostenía las manos en el volante. Sinatra lo incitaba a
hundir el acelerador. Olvidó su propio nombre, el destino le era incierto, y
sólo recordaba que el alcohol inundaba su sistema. La noche comenzó hablándole
lentamente, y sobre su boca ya no veía el vaho que observó antes de ingresar en
el coche. Deteniéndose en un semáforo, acomodó el retrovisor para ver sus
ojeras. Conocía esa imagen.
-Santiago-
se dijo-. ¿A dónde vas?
Sintió
la inercia de la voz, escurriéndose al asiento. La cuarentaicinco estaba
deslizándose bajo los neumáticos, y Sinatra dejó paso a Billie Holiday.
Deteniéndose a un costado de la carretera, de su saco negro extrajo el
encendedor.
La
flama brillaba en las velas, y un aroma de vainilla percibió Kiara. Sentada
junto a Seoane, conversaban silenciosamente de lo que en Alemania acontecía.
-Dicen
que ya tomó Polonia.
-¿En
serio?- preguntó Kiara.
El
perfumado pino se balanceó en el retrovisor, y Santiago regresaba a la cuarentaicinco.
-Martha
Lucía… pronto estaremos en Guanajuato- dijo Santiago al asiento del copiloto.
El cigarro se sostenía en sus labios, y el humo ondeaba al exterior por la
ventanilla, dejando ingresar un helado clima invernal.
-No
te preocupes, por la mañana ya nos esperan en mi casa. Podremos pasear por el
Jardín de la Unión, visitaremos la alhóndiga de Granaditas y tomarás la
fotografía del Pípila- contestó Lucía.
Al
costado del coche de Santiago pasó un tráiler, y unas luces desde el frente
cegaron momentáneamente a Santiago.
Brillando
vibrante, las tres velas quedaron en la mesa, viendo partir a Kiara del brazo
de Seoane. Ambos habían quedado de acuerdo: Los nazis estaban en Argentina. Violentamente
las cuerdas comenzaron a estremecerse, y los acordeones alargaban sus vientres.
Con esas arrugas, el sonido escapaba por los orificios en los costados. Mientras
bailaban, una minúscula gota de sudor escurrió desde la frente de Seoane. Kiara
no la vio, su vista resguardaba los pasos hacia atrás de su pareja. Un piano se
sumaba a la melodía, y el ritmo lo dirigía el acordeón. Seoane desplazó la
punta de su pie en el suelo, describiendo una curva frente a Kiara. Disfrutando
del tango, las parejas de la pista mantenían, al desplazarse, unidos los
talones. La manera en que avanzaban o retrocedían, era muy similar entre todos:
acariciando el suelo, las suelas de zapatos negros y las de zapatillas de tacón
medio.
Sintiendo
la suela unirse con el pedal, Santiago despabilaba sus ojos. El tráiler lo
había cegado un instante. Ya podía ver más claro a Lucía. Colocando la mano
derecha sobre el muslo de la joven, comenzó a decirse:
-Es
hermosa. Sus cabellos ondulados le dan un brillo que ni mi madre tenía. Cuando
sonríe, sus labios son como dos gajos de toronja, pero estos son dulces, no
ácidos.
-¿En
qué piensas?- preguntó Lucía.
-En
que el tráiler iba muy rápido, ¿no crees?
-Sí,
se me hace que pudo haber ocurrido un accidente. Es lo malo de manejar de
noche. Oye, tus canciones son muy viejas.
-Ya
sé…
-Quítalas-
dijo Lucía. Su voz era suave pero en tono firme.
-No.
Me recuerdan a ti. Y cuando estoy triste me alegran. Si estoy solo me gusta
escucharlas.
-Pues
no me gustan. Mejor pon a Shakira, o algo por el estilo…
Santiago
la interrumpió con una sonora carcajada, haciendo que un poco de ceniza cayera
sobre sus piernas.
-Me
disgusta la gente que fuma- dijo Kiara al oído de Seoane.
-A
mí también- contestó, pero en su mente pensaba: “Lo bueno es que no le he dicho
que fumo de vez en cuando. De hecho ni le he preguntado su nombre. Claro,
hablaste con ella y ni se te ocurrió preguntar lo más importante. Bueno, ya no
pienses, ya te pisó dos veces, deja de pensar”.
-¿Ves
el humo que ronda aquí?- preguntó Kiara, mirando la pista de baile, las mesas
en el fondo, y las parejas que los rodeaban.
-Sí.
Las
partículas eran heladas, y sobre el horizonte alumbraba un color azulado,
semejante a la espuma del mar pero en azul, y tenue. Flotaba la bruma a pocos
centímetros de la cuarentaicinco, dejando que la luna se escondiera detrás de
ella.
-¿Qué
es eso?
-No
sé. Será mejor que encienda las luces altas- contestó Santiago.
Ingresando
el coche en la niebla, la luz de los faros se estrellaba en la vaporizada
nebulosidad al frente del coche. No podía verse más allá de quince metros, y un
pequeño temor nació en el alma de Santiago, el que prontamente ocultó de Lucía.
No debía mostrar inseguridad, y al ver que estaba con quien pasó los momentos
alegres de su vida, le dieron una calma que ofuscó el temor.
-¿Te
pisé?
-No
te preocupes. Disculpa… ¿Cuál es tu nombre?
-Kiara
Dolly. ¿Y el tuyo?
-Seoane
Casseignau. Mucho gusto.
Kiara
sonrió, y preguntaba sobre la vida de Seoane. Él le decía que trabajaba de
mensajero en Palermo: Es temporal, había dicho.
-¿Te
parece que te acompañe a tu casa?
-No
sé…- contestó Kiara.
-No
deberías andar sola por ahí, ya está haciendo frío y es tarde- al fondo de los
músicos, detrás de la mujer que tocaba el piano, un hombre borracho subió con
los músicos, acompañado de su botella de vino.
-¿Estás
bien?
-Sí-
respondió Santiago, pero en su mente dibujaba una respuesta más concreta. La
niebla era más densa que antes, los faros no significaban un contrincante a la
medida adecuada.
Cuando
iba a contestar lo que pensó, Santiago veía cómo Lucía estaba quieta junto al
coche. Le extrañó, pero decidió acompañarla. No escuchaba ruido, y un susurro
parecía provenir desde Lucía: “Ven, acércate mi amor. Santiago, no temas…”,
decía la muchacha. Santiago se acercó a Lucía, y recordó que no había abierto
ni cerrado la puerta del coche, probablemente las llaves continuarían en el contacto.
Se tranquilizó al escuchar más claramente a Lucía, dejando las nimiedades de su
coche para después, él estaba muy ocupado, miraba la luna, el resplandor, junto
a Lucía. Desconocía que la luna pudiera verse muy baja en el horizonte, pero a
fin de cuentas había sido un extraño día, y la noche transcurrió con los
efectos del alcohol.
-Seoane
abrazaba a Kiara, y fue donde mi padre estuvo más cerca de ser mi padre.
-¿A
poco así se conocieron?- dijo la otra mujer-. No sabía que tus padres se habían
conocido bailando tango. Bueno, es una historia muy bonita, pero interesante.
Deberías escribirla.
-No
sé… - una lágrima salió de sus ojos.
-No
llores… no sé qué decirte.
-Laura…
lo que me mata, lo que me aniquila, es saber que lo encontraron con esos aretes
en sus manos. Desde que su Lucía murió, ya no fue el mismo.
“Pero
ahora están juntos”, pensó la otra mujer.
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Vestigia Dominari
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